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CONTRA LA EXTREMA DERECHA

La nueva resistencia popular en América Latina

En los tres últimos años, las protestas ciudadanas han tenido traducción electoral en Bolivia, Perú, Chile, Honduras y Colombia, donde los candidatos progresistas se impusieron a sus adversarios de ultraderecha

Claudio Katz (Jacobin América Latina) 31/01/2023

<p>Protestas en la plaza Baquedano de Santiago de Chile en 2019.</p>

Protestas en la plaza Baquedano de Santiago de Chile en 2019.

Carlos Figueroa (CC-BY-SA 4.0) / Wikimedia Commons

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América Latina persiste como un ámbito convulsionado por rebeliones populares y procesos políticos transformadores. En distintos rincones de la región se verifica la misma tendencia al reinicio de los levantamientos que signaron el debut del nuevo milenio. Esas sublevaciones se aquietaron durante la década pasada y recuperaron intensidad en los últimos años.

La pandemia interrumpió limitadamente esa escalada de movilizaciones, que neutralizaron la corta restauración conservadora del 2014-2019. Ese período de renovado golpismo no logró desactivar el protagonismo de los movimientos populares.

La rebelión del 2019 en Ecuador inauguró la fase actual de protestas, que ha repetido la tradicional tónica de irradiaciones. Bolivia, Chile, Colombia, Perú y Haití han sido los principales centros de confrontación reciente.

Los efectos políticos de esta nueva oleada son muy variados. Han trastocado el mapa general de los gobiernos, recreando la gravitación del progresismo. Esa vertiente se ha impuesto en el grueso de la geografía zonal. Al inicio de 2023 los mandatarios de ese signo prevalecen en los países que reúnen al 80% de la población latinoamericana.

Este escenario ha facilitado también la continuidad de los gobiernos acosados por el imperialismo estadounidense. Luego de soportar incontables embestidas, los diabolizados presidentes de Cuba, Venezuela y Nicaragua siguen en sus cargos.

También ha sido parcialmente contrarrestado el ciclo de golpes militares e institucionales, que apadrinó Washington en Honduras (2009), Paraguay (2012), Brasil (2016) y Bolivia (2019). La reciente asonada en Perú (2023) afronta una heroica oposición en las calles.

Esta rebeldía obstruyó, hasta el momento, la intervención disfrazada de los marines en países devastados como Haití. La misma lucha popular propinó duras derrotas a los atropellos intentados por los gobiernos neoliberales reciclados de Ecuador y Panamá.

Los sectores enriquecidos han articulado una contraofensiva ultraderechista para doblegar al movimiento popular

Pero esta gran intervención desde abajo suscita una reacción más virulenta y programada de las clases dominantes. Los sectores enriquecidos han procesado la experiencia anterior y exhiben menos tolerancia a cualquier cuestionamiento de sus privilegios. Han articulado una contraofensiva ultraderechista para doblegar al movimiento popular. Aspiran a retomar, con mayor violencia, la fracasada restauración conservadora de la década pasada. Este complejo escenario exige evaluar a las fuerzas en disputa.

Revueltas con efecto electoral

Varios levantamientos de los últimos tres años tuvieron traducciones electorales inmediatas. Los nuevos mandatarios de Bolivia, Perú, Chile, Honduras y Colombia emergieron de grandes sublevaciones que impusieron cambios de gobierno. Las protestas callejeras forzaron comicios que derivaron en victorias de los candidatos progresistas contra sus adversarios de ultraderecha.

Esta secuencia se verificó primero en Bolivia. La sublevación confrontó exitosamente con los gendarmes y tumbó a la dictadura. Áñez tiró la toalla cuando perdió a sus últimos aliados y a los sectores medios que al principio acompañaron su aventura.

La corrupta gestión de la pandemia potenció ese aislamiento y diluyó el continuismo civil intentado por los candidatos de la centroderecha. La rebeldía desde abajo impuso el retorno del MAS al gobierno y varios responsables del golpe fueron juzgados y encarcelados. La conspiración continuó en el bastión santacruceño y actualmente se dirime si persistirá o será aplastada por una contundente reacción oficial.

Una dinámica semejante se verificó en Chile, como resultado del gran levantamiento popular, y sepultó al gobierno de Piñera. La chispa de esa batalla fue el costo del transporte, pero el rechazo a los 30 pesos de esa erogación derivó en una imponente gesta contra 30 años de legado pinochetista.

Ese torrente condujo a dos victorias electorales que precedieron al triunfo de Boric sobre Kast. El gran aumento de la participación electoral con consignas antifascistas en los barrios populares permitió ese logro, en el país-emblema del neoliberalismo regional.

Por esa gravitación de Chile como símbolo del thatcherismo, la asunción de un presidente progresista, en el marco de la Asamblea Constituyente con gran presencia popular en las calles, despertó enormes expectativas.

Una secuencia más vertiginosa e inesperada se registró en Perú. El hastío popular con los presidentes derechistas salió a flote en protestas espontáneas y protagonizadas por jóvenes despojados de sus derechos. Ese levantamiento sucedió a la tragedia sanitaria de la pandemia, que potenció la ineptitud de la burocracia gobernante.

Castillo se transformó en el receptor del malestar popular y el fujimorismo no pudo frustrar su llegada a la Casa de Gobierno. El discurso redistributivo del sindicalista docente creó la expectativa de cortar con la agobiante sucesión de gobiernos conservadores.

En Colombia la rebelión masiva forzó al establishment a resignar por primera vez su manejo directo de la presidencia. Varios millones de personas participaron en imponentes manifestaciones. Las huelgas masivas confrontaron con una represión feroz y lograron tumbar una reforma regresiva de la salud. Al igual que en Chile se extendieron posteriormente para expresar el enorme malestar acumulado durante décadas de neoliberalismo.

Castillo se transformó en el receptor del malestar popular y el fujimorismo no pudo frustrar su llegada a la Casa de Gobierno

Ese fastidio se tradujo en la derrota electoral del uribismo y del improvisado ultraderechista que intentó impedir la victoria de Petro. Con ese triunfo un líder de centroizquierda llegó a la presidencia, sorteando el terrible destino del asesinato que sufrieron sus antecesores. Lo acompaña una afrodescendiente representativa de los sectores más oprimidos de la población.

En la misma tónica se inscribió el triunfo de Xiomara Castro en Honduras. Su victoria premió la sostenida lucha contra el golpe que en el 2009 prohijó el embajador estadounidense. Esa asonada inició el largo ciclo latinoamericano de lawfare y golpismo judicial parlamentario.

Los 15 puntos de ventaja que Xiomara obtuvo sobre su contrincante neutralizaron los intentos de fraude y proscripción. En un dramático contexto de pobreza, narcotráfico y criminalidad, la heroica lucha popular desembocó en la primera presidencia de una mujer. Xiomara comenzó su gestión derogando las leyes de manejo secreto del Estado y de entrega de zonas especiales a los inversores externos.

Pero debe lidiar con la sofocante presencia de una gran base militar estadounidense (Palmerola) y una embajadora de Washington que interviene, con toda naturalidad, en los debates internos sobre los asentamientos campesinos y las leyes de reforma del sistema eléctrico (Giménez, 2022).

Victorias de otro tipo

En otros países el ascenso de mandatarios progresistas no fue un resultado directo de las protestas populares. Pero esa resistencia operó como un trasfondo del descontento social y la incapacidad de los grupos dominantes para renovar la primacía de sus candidatos.

México fue el primer caso de esta modalidad. López Obrador llegó a la presidencia en el 2018, en una dura confrontación con las castas del PRI y del PAN, sostenidas por los principales grupos económicos. AMLO aprovechó el desgaste de las gestiones previas, la división de las elites y la obsolescencia del continuismo a través del fraude. Pero actuó en un contexto de menor impacto de las precedentes movilizaciones del magisterio y los electricistas.

Los sindicatos han quedado muy afectados en México por la reorganización de la industria y no fueron determinantes del giro político en curso. AMLO mantiene una relación ambigua con su referente histórico cardenista, pero inauguró una administración muy distanciada de sus antecesores neoliberales.

Tampoco en Argentina la llegada de Fernández (2019) fue un resultado inmediato de la acción popular. No reprodujo el arribo de Néstor Kirchner (2003) a la Casa Rosada, en medio de una generalizada rebelión. Previamente el derechista Macri sufrió un contundente revés en las calles, cuando intentó introducir una reforma previsional (2017). Pero no afrontó el periódico levantamiento general que sacude a la Argentina.

En ese país se localiza el principal movimiento de trabajadores del continente. Su disposición de lucha ha sido muy visible en las 40 huelgas generales consumadas desde el fin de la dictadura (1983). La sindicalización se ubica en el tope de los promedios internacionales y empalma con la llamativa organización de los piqueteros (desocupados e informales).

La lucha de esos movimientos ha permitido sostener los auxilios sociales del Estado, que las clases dominantes concedieron bajo el gran susto de una revuelta. Las nuevas formas de resistencia –enlazadas con la belicosidad precedente de la clase obrera– facilitaron el retorno del progresismo al gobierno.

En los últimos tres años, la decepción generada por el incumplimiento de las promesas de Fernández suscitó grandes rechazos, pero con protestas acotadas. Hubo importantes triunfos de muchos gremios, frecuentes concesiones del gobierno y protagonismo callejero, pero la acción del movimiento popular fue contenida.

En Brasil, la victoria de Lula ha sido un extraordinario logro en un marco de relaciones sociales de fuerzas desfavorable para los sectores populares. Desde el golpe institucional contra Dilma, el dominio de las calles fue capturado por los sectores conservadores que ungieron a Bolsonaro. Los sindicatos obreros perdieron protagonismo, los movimientos sociales fueron hostilizados y los militantes de izquierda adoptaron actitudes defensivas.

La liberación de Lula incentivó el reinicio de la acción popular. Pero ese impulso no alcanzó para revertir la adversidad del contexto, que permitió a Bolsonaro conservar una significativa masa de votantes. El PT retomó la movilización durante la campaña electoral (especialmente en el Nordeste) y revitalizó sus fuerzas en los festejos del triunfo.

En un marco de gran división de los grupos dominantes, hartazgo con los exabruptos del excapitán y liderazgo cohesionador de Lula, la derrota de Bolsonaro ha creado un escenario de potencial recuperación de la lucha popular. El temor a ese despunte indujo al alto mando militar a vetar el desconocimiento del veredicto de las urnas que propiciaba el bolsonarismo.

La batalla contra la ultraderecha recién comienza y para doblegar a ese enemigo resulta imperioso reconquistar la confianza de los trabajadores

Pero la batalla contra la ultraderecha recién comienza y para doblegar a ese gran enemigo resulta imperioso reconquistar la confianza de los trabajadores. Esa credibilidad quedó erosionada por la desilusión con el modelo de pactos con el gran capital que desenvolvió el PT en sus gestiones anteriores. Ahora emerge una nueva oportunidad.

Tres batallas recientes

Otras situaciones de enorme resistencia popular en la región no derivaron en victorias electorales progresistas, pero sí en derrotas mayúsculas de los gobiernos neoliberales.

En Ecuador se registró el primer triunfo de este tipo contra el presidente Lasso, que intentó retomar las privatizaciones y la desregulación laboral, junto a un plan de aumentos de las tarifas y alimentos dictado por el FMI. Ese atropello precipitó la confrontación con el movimiento indigenista y su nuevo liderazgo radical, que propicia un contundente programa de defensa de los ingresos populares.

A mediados del 2022, ese choque recreó la batalla librada en octubre del 2019 contra la agresión lanzada por Lenin Moreno para encarecer el precio de los combustibles. El conflicto se zanjó con los mismos resultados que la pugna anterior y con una nueva victoria del movimiento popular. La gigantesca movilización de la CONAIE ingresó en Quito en un clima de gran solidaridad, que neutralizó la lluvia de gases lacrimógenos gatillada por los gendarmes.

En 18 días de paro el experimentado movimiento indigenista derrotó la provocación del gobierno imponiendo la liberación del líder Leónidas Iza. La CONAIE conquistó también la derogación del estado de excepción y la aceptación de sus principales demandas (congelamiento de los combustibles, bonos de emergencia, subsidios a los pequeños productores).

El gobierno se quedó sin cartuchos cuando perdió credibilidad su insultante discurso contra los indios. Debió ceder ante un movimiento que volvió a demostrar gran capacidad para paralizar el país y neutralizar los ataques contra las conquistas sociales.

Otra victoria de la misma relevancia se logró en Panamá a mitad del año, cuando los gremios docentes convergieron con los transportistas y los productores agropecuarios en el rechazo al incremento oficial de la gasolina, los alimentos y los medicamentos. La unidad forjada para desenvolver esa resistencia sumó a la comunidad indígena a un movimiento de protesta, que durante tres semanas paralizó al país. Las marchas de protesta fueron las más importantes de las últimas décadas.

Esa reacción social doblegó a un gobierno neoliberal que debió retroceder en sus planes de ajuste. El presidente Carrizo no pudo satisfacer a las cámaras empresariales que exigían mayor dureza contra los manifestantes.

Esa victoria fue particularmente significativa en un istmo que tuvo un gran crecimiento en las últimas dos décadas, aprovechando los lucros que genera la administración del Canal para los grupos dominantes. La desigualdad es apabullante, en un país dónde el 10% de las familias más ricas cuenta con ingresos 37,3 veces más altos que el 10% de los más empobrecidos.

La invasión estadounidense instaló en 1989 un esquema neoliberal que complementa esa asimetría con escandalosos niveles de corrupción. Tan sólo la evasión fiscal equivale a la totalidad de la deuda pública. La victoria en las calles propinó una severa derrota al modelo que las elites de Centroamérica presentan como el rumbo a seguir por todos los pequeños países.

El tercer caso de una extraordinaria resistencia popular sin derivaciones electorales se verifica en Haití. Las gigantescas movilizaciones volvieron a ocupar el centro de la escena durante el 2022. Confrontaron con las políticas de saqueo económico que implementa un régimen manejado desde las oficinas del FMI. Ese organismo propició el encarecimiento del combustible que desató las protestas, en un país todavía desgarrado por el terremoto, el éxodo rural y el hacinamiento urbano.

Las marchas callejeras se desenvuelven en un vacío político absoluto. Hace seis años que no hay elecciones, en una administración que prescinde del poder judicial y legislativo. El presidente de turno sobrevive por el simple sostén que aportan las embajadas de Estados Unidos, Canadá y Francia.

El desgobierno actual se prolonga por la indecisión que impera en Washington a la hora de consumar una nueva ocupación. Estas intervenciones con el disfraz de la ONU, la OEA y la MINUSTAH se han recreado una y otra vez en los últimos 18 años con resultados funestos. Los servidores locales de esas invasiones reclaman el reingreso de las tropas foráneas, pero salta a la vista la inutilidad de esas misiones.

El magnicidio del presidente Moïse fue apenas una muestra del descalabro que generan las pandillas manejadas por distintos grupos de poder

Esa modalidad de control imperial ha sido en los hechos sustituida por la generalizada difusión de bandas paramilitares que aterrorizan a la población. Actúan en estrecha complicidad con las mafias empresariales (o gubernamentales) que rivalizan por los botines en disputa, utilizando las 500.000 armas ilegales provistas por sus cómplices de la Florida. El magnicidio del presidente Moïse fue apenas una muestra del descalabro que generan las pandillas manejadas por distintos grupos de poder.

Estas organizaciones han tratado de infiltrar también a los movimientos de protesta para desarticular la resistencia popular. Siembran el terror, pero no han logrado confinar a la población a sus casas. Tampoco pudieron recrear expectativas en otra intervención militar extranjera. La rebelión continúa, mientras la oposición busca caminos para forjar una alternativa superadora de la tragedia actual.

Abordajes centrados en la resistencia

La secuencia de resistencias en el último trienio confirma la persistencia en América Latina de un prolongado contexto de luchas, sujeto al patrón habitual de ascensos y reflujos. Los éxitos y los retrocesos son limitados. No hay triunfos de envergadura histórica, pero tampoco derrotas como las padecidas durante las dictaduras de los años 70.

Esta etapa puede ser caracterizada con distintas denominaciones. Algunos analistas observan un largo ciclo de impugnación del neoliberalismo y otros destacan la preeminencia de acciones de resistencia popular determinantes de los ciclos progresistas.

Esos abordajes jerarquizan acertadamente el papel de la lucha y la consiguiente gravitación de los sujetos populares. Aportan miradas que superan la frecuente desconsideración de los procesos que se desenvuelven por abajo. En este segundo tipo de miradas predomina un gran desconocimiento de la lucha social y una sesgada indagación de los cursos geopolíticos por arriba. Estudian especialmente cómo se dirimen los conflictos en el campo exclusivo de las potencias, los gobiernos o las clases dominantes.

Esta última óptica suele prevalecer en las caracterizaciones de los ciclos progresistas como procesos meramente contrapuestos al neoliberalismo. Se resalta su incidencia política democratizadora, sus rumbos económicos heterodoxos o su autonomía de la dominación estadounidense.

Pero con ese enfoque se evalúan los distintos posicionamientos de los grupos dominantes, sin registrar las conexiones de esas estrategias con políticas de control o sometimiento de las mayorías populares. Omiten este dato clave, porque no valoran la centralidad de la lucha popular en la determinación del actual contexto latinoamericano.

Esta distorsión es muy visible en el sesgado uso de las categorías inspiradas en el pensamiento de Gramsci. Se toman esas nociones para evaluar cómo gestionan las clases capitalistas articulando consenso, dominación y hegemonía. Pero se olvida que esa cartografía del poder constituía, para el comunista italiano, un elemento complementario de su evaluación de la resistencia popular. Esa rebeldía era el pilar de su estrategia de conquista del poder por parte de los oprimidos para construir el socialismo.

Una aplicación actualizada para Latinoamérica de este último enfoque exige priorizar el análisis de las luchas populares. Las modalidades que utilizan los poderosos para ampliar, preservar o legitimar su dominación enriquecen, pero no sustituyen esa evaluación.

Comparaciones con otras regiones

Al indagar en la resistencia de los oprimidos se perciben las singularidades latinoamericanas de esas luchas. En los últimos años, la acción popular presentó semejanzas y diferencias con otras regiones.

En el 2019 se observaba en varios puntos del planeta una fuerte tendencia al despunte de una nueva oleada de protestas, liderada por los jóvenes indignados de Francia, Argelia, Egipto, Ecuador, Chile o el Líbano.

La pandemia interrumpió abruptamente esa irrupción, generando un bienio de miedo y enclaustramiento. Ese reflujo fue a su vez acentuado por la gravitación del negacionismo derechista que impugnó la protección sanitaria. En este marco salió a flote la dificultad para articular un movimiento global en defensa de la salud pública, centrado en la eliminación de las patentes a las vacunas.

Concluido ese dramático período de encierro, las protestas tienden a reaparecer suscitando las prevenciones del establishment

Concluido ese dramático período de encierro, las protestas tienden a reaparecer suscitando las prevenciones del establishment, que advierte la proximidad de rebeliones pospandemia. Temen especialmente la indignación que genera la carestía del combustible y los alimentos. Esa dinámica de resistencia ya incluye un significativo resurgimiento de las huelgas en Europa y de la sindicalización en Estados Unidos, pero el protagonismo de América Latina continúa como un dato descollante.

En todas partes los sujetos de esa batalla reúnen a una gran diversidad de actores, con significativa relevancia del joven trabajador precarizado. Este segmento sufre un grado de explotación superior a los asalariados formales. Padece la inseguridad de su trabajo, la falta de prestaciones sociales y las consecuencias de la flexibilización laboral.

Por esas razones es particularmente activo en la lucha callejera. Ha sido privado de los ámbitos tradicionales de negociación y afronta una contraparte patronal muy difusa. En distintos países es empujado a imponer sus demandas a través del Estado.

Los migrantes, las minorías étnicas y los estudiantes endeudados son frecuentes actores de esas batallas en las economías centrales, y la masa de trabajadores informales ocupa una centralidad semejante en los países periféricos. Este último segmento no integra el tradicional proletariado fabril, pero forma parte (en términos ampliados) de la clase trabajadora y de la población que vive de su propia labor.

Los piqueteros de Argentina conforman una variedad de ese segmento, que forjó su identidad cortando las calles ante la pérdida del trabajo en los lugares que centralizaban sus exigencias. De esa batalla brotaron los movimientos sociales y distintas variedades de la economía popular. Un papel igualmente relevante desenvuelven los sectores campesinos que forjaron el MAS de Bolivia y las comunidades indígenas que gestaron la CONAIE de Ecuador.

Los vínculos de estos movimientos de lucha de América Latina con sus pares de otras partes del mundo han perdido visibilidad

Los vínculos de estos movimientos de lucha de América Latina con sus pares de otras partes del mundo han perdido visibilidad por el deterioro de las instancias internacionales de coordinación. El último gran intento de esa conexión fueron los Foros Sociales Mundiales, auspiciados en la década pasada por el movimiento alterglobalista. Las Cumbres de los Pueblos alternativas a los encuentros de gobiernos, banqueros y diplomáticos han perdido incidencia. La batalla contra la globalización neoliberal ya no tiene esa centralidad y ha quedado sustituida por agendas populares más nacionales.

Ciertamente persisten dos movimientos globales de gran dinamismo: el feminismo y el ambientalismo. El primero ha logrado éxitos muy significativos y el segundo reaparece periódicamente con inesperados picos de movilización. Pero el ámbito común de campañas globales que aportaban los Foros Sociales no ha encontrado un reemplazo equivalente.

La gran vitalidad de los movimientos de lucha en América Latina obedece a múltiples razones. Pero ha sido muy gravitante su perfil político progresista, alejado del chauvinismo y del fundamentalismo religioso. En la región se ha logrado contener las tendencias reaccionarias que auspicia el imperialismo, para generar enfrentamientos entre pueblos o guerras entre naciones oprimidas.

El Pentágono no ha encontrado la forma de inducir en América Latina los sangrientos conflictos que logró desencadenar en África y en Oriente. Tampoco pudo instalar un apéndice como Israel para eternizar esas matanzas o convalidar el terror perdurable de los yihadistas.

Washington ha sido el invariable promotor de esas monstruosidades para intentar sostener su jefatura imperial. Pero ninguna de esas aberraciones prosperó hasta ahora en el Patio Trasero por la centralidad que mantienen las organizaciones de lucha popular.

Por esta razón América Latina persiste como una referencia para otras experiencias internacionales. Muchas organizaciones de la izquierda europea buscan, por ejemplo, replicar la estrategia de unidad o los proyectos redistributivos elaborados en la región. Pero todos los pueblos del continente afrontan actualmente un peligroso enemigo ultraderechista, que analizaremos en el próximo texto.

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Este artículo fue publicado originalmente en Jacobin América Latina.

América Latina persiste como un ámbito convulsionado por rebeliones populares y procesos políticos transformadores. En distintos rincones de la región se verifica la misma tendencia al reinicio de los levantamientos que signaron el debut del nuevo milenio. Esas sublevaciones se aquietaron durante la década pasada...

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Autor >

Claudio Katz (Jacobin América Latina)

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