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Maleza

En un mundo ciego de autodeterminación narcisista contra la naturaleza, el boscaje nos recuerda que las cosas fundamentales nacen despacio y por su cuenta

Santiago Alba Rico 17/12/2022

<p>La selva de Irati, en Navarra.</p>

La selva de Irati, en Navarra.

Miguel Ángel García | Flickr (CC BY 2.0)

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Un mito del pueblo tabaru recogido por Frazer (1922) y por Bandin (1935) cuenta el origen trágico y, si se quiere, accidental del mundo. Los tabaru, hoy una minoría disuelta en la población de Ghana y Mali, fueron numerosos y pujantes en el África Occidental hasta 1756, cuando Filardia, su capital, sucumbió sin resistencia al imperio de Indingo y más tarde al colonialismo francés. Su inexplicable languidez interna se ha explicado a menudo por patrones culturales autónomos, según la caracterización de Ruth Benedict, quien habría descrito a los tabaru como una cultura Saturnina (Alba Rico, 2000); como una cultura –es decir– obsesionada por controlar cualquier “excedente de vida”: la risa, por ejemplo, se consideraba potencialmente mortal, lo mismo que el beso, el bostezo y la interjección (el tabaru es la lengua más pobre en sinónimos del mundo). El mito cosmogónico citado dice así: “En el principio el ata Urgo no era Nadie; el mundo no era Nada. La Nada se llamaba también Desierto. Urgo miraba la Nada sin parar, mecido y satisfecho, hasta que la extranjera y diminuta zinna de alas amarillas se interpuso volando en su camino. De ese modo empezó el Mal. El ata Urgo se distrajo un momento y en el desierto creció una ortiga. El ata Urgo se distrajo de nuevo y creció un terebinto. Urgo se volvió Alguien; la Nada se llenó de hojarasca. La zinna pasó otra vez; pasó diez veces. Con cada nueva distracción se multiplicaba la Maleza. Allí donde Urgo miraba no había nada; allí donde no miraba había, de pronto, algo que mirar. Nació el bosque; nació el mundo. El mundo existe cada vez que Urgo se ausenta de la Nada; el mundo es la falta de atención de Urgo sobre la Nada”. Este mito, en el que la plenitud del dios es vencida por un insecto, explica asimismo por qué, en lengua tabaru, maleza, enfermedad y vida se dicen con la misma palabra: ibo. El ibo crece como una zarza, se hincha como un tumor, abunda como el deseo. De ahí que el pelo, la vegetación, la carcajada sean manifestaciones ambiguas con las que los tabaru mantienen una relación contradictoria: saben que por mucha atención que pongan nunca será suficiente para que el pelo deje de crecer, la maleza deje de extenderse y la risa deje de estallar en el momento menos oportuno. El ibo es el Mal que no se puede combatir y que se impone como insecto, como piedra, como torrente, como verde y azul, como caña y arbusto. Nada aterra y nada atrae más a un tabaru, en consecuencia, que la maleza que crece entre las aldeas y que tienen que atravesar, sobre todo de noche, para sus mercadeos y casamientos. ¿Por qué esta emoción ambivalente? Porque ni la maleza ni las criaturas que viven en ella son obra de Urgo sino que nacen en paralelo, en un descuido; proceden de algo parecido a la picadura de un mosquito. De la maleza, en efecto, viene la serpiente, el tapir, el tigre, pero también el sexo que excita y calma, el chamán que intimida y cura, la música que duele y baila. Por eso, en sus ceremonias, los tabaru celebran a la Nada Padre, claro, pero también a la zinna, la Pequeña Independiente, como la invocan en sus ritos de iniciación, umbral de todos los peligros y garantía fatal de supervivencia.

De la maleza viene la serpiente, el tapir, el tigre, pero también el sexo que excita y calma, el chamán que intimida y cura, la música que duele y baila

Hablemos de la maleza. Con arreglo a la segunda acepción recogida por la RAE, “maleza” es el conjunto de las malas hierbas, aunque –añadamos– solo son malas desde el punto de vista humano, que no del de la belleza, saludablemente inhumano. Entre las malas hierbas, por lo demás, junto a la ortiga y la bardana, se encuentran la hierbabuena, la avena fatua, el diente de león, que tienen virtudes alimenticias o curativas (y que dan flores modestas y vistosas). En todo caso, es la primera acepción la que se impone enseguida en el imaginario compartido, de manera que la “maleza” evoca en todos nosotros, de forma espontánea, todo lo que cabe de apretado, de intrincado, de inextricable, de pinchudo en el enredo de la “espesura”, en la que nos abrimos paso a machetazos. Es así como hay que entender, por ejemplo, esa “selva oscura” en la que Dante se encuentra perdido en el comienzo de su poema, tras “extraviar la derecha vía”, y que la segunda estrofa describe como “salvaje, áspera y fuerte” (“selva selvaggia e aspra e forte”). Naturalmente la Italia del siglo XIII no conocía la selva tropical y, cuando la lengua toscana llamaba “selva” al bosque, era porque en él predominaba la maleza. En su monumental diccionario de la lengua italiana, el gran Niccoló Tommaseo, muerto en 1874, define la selva como “boscaglia”, es decir, como boscaje, uno de los sinónimos que el castellano asocia a la “maleza”; y para ilustrar el concepto, en efecto, cita a continuación, de manera sin duda elocuente, los versos de La divina comedia. Apenas se reflexiona un instante, la imagen del “extravío” dantesco concurre, sí, a fijar esta idea: si Dante se ha perdido en ese paraje es porque no hay senderos reconocibles, lo que indica que no se trata de un lugar de paso y que, en ausencia de tráfico humano y animal, la maleza (zarzas, jaras, boj, laurel, brezo, retama, cornicabra, acanto) se ha apoderado del terreno. Este mismo boscaje de arbusto y matorral es el que oprime el ánimo en el canto XIII del Infierno, cuando Virgilio guía al florentino hasta el segundo girone del séptimo círculo, el de los suicidas, al que se penetra a través de una horrible selva, escribe Dante, “no señalada por ningún sendero”. La descripción no deja lugar a dudas: no hay allí, dice, frondosidades verdes sino de color oscuro; ni ramas rectas sino torcidas y nudosas; tampoco frutos sino espinas venenosas (“non fronda verde, ma di color fosco/ non rami schietti, ma nodosi e ‘involti; / non pomi v’eran, más stecchi con tòsco”). Abundando en el carácter de esta boscaglia, el poeta añade que ni las peores bestias salvajes viven en “arbustos tan híspidos y apretados”. Es la maleza, pues, la que compone esas formas arbóreas bajo las que, como recordamos, viven ahora, a la espera del Juicio Final, los cuerpos de los suicidas. El autor japonés Kenzaburo Oé, obsesionado con el pasaje, dedica muchas páginas a ese episodio terrible en el que, invitado por Virgilio, Dante quiebra una ramita de uno de los árboles, de la que enseguida mana sangre negra junto a la voz reprobatoria del escritor Pier della Vigna, falsamente acusado en vida de alta traición. La idea de que el alma del suicida, caída en la tierra como semilla amarga, se convierte en un arbusto seco –la imagen de ese boscaje de muertos condenados a ser los árboles de los que colgarán, en el último día, sus cuerpos resurrectos– es de las más espantosas concebibles, pues se representa al hombre en proceso de fosilización, entre el animal y el mineral, provisto de una vida inmóvil, retorcida y quebradiza. Hoy sabemos que la maleza y el bosque forman redes de interdependencia comunicativa siempre renovadas que autorizan la atribución de un “alma” y también, de alguna manera, el privilegio de un sufrimiento sin ira, pero sabemos también que los suicidas están fuera, en forma humana, provistos de hachas, sierras y cañones. El poema de Dante, en todo caso, nos habla de un mundo en el que los árboles eran aún tan poderosos e independientes que incluso podían dar miedo.

La idea de maleza expresa, en efecto, la imagen de un universo que se desliza sin parar, fuera de control, de la humanidad a la naturaleza, cuya independencia nos molesta como un obstáculo o un adversario. Resume, en todo caso, para bien y para mal, nuestro temor al extravío sin senderos. En un famoso soneto de Lope de Vega es el amor omnipotente el que la vence –la maleza– con la mirada: “En qué bárbara tierra me guardara/ intricada de peñas y maleza/ o qué abismo formó naturaleza/ donde el rayo de tu luz no entrara”. Blas de Otero, por su parte, en uno de sus poemas más conocidos, “pierde la voz en la maleza”, pero le queda la palabra. Y también Lorca se lamenta: “No me quieras perder en la maleza/ donde sin fruto gimen carne y cielo”. Perder algo en la maleza, perderse en la maleza, imaginar un mundo donde ni siquiera tu luz penetra, son las fórmulas desasosegantes de un exceso inhumano que la poesía, al mismo tiempo, nos vuelve deseable. La desatención, como en el mito tabaru, hace crecer una selva; con ella también un verde nuevo, un pájaro, una casa escondida entre los árboles. Una resistencia, en fin, que hace más valiosa tu luz y mi derrota.

Porque, siguiendo las enseñanzas de Urgo, podemos decir que hay dos formas de atención. Está la atención nihilizadora o corruptora del Padre Nada, que mira sin parar el desierto que su propia mirada ha creado. Y está la atención que da valor a las cosas y que, aún más, las constituye como cosas mientras las mira, y a las que queda por eso, como Urgo a su nada, ligada para siempre. He escrito a menudo, por ejemplo, sobre el valor de los cuerpos asociado a la mirada de la “madre”, comoquiera que se llame ésta. “¿Cuánto vale mi vida?”, me pregunto. “Vale tanto como veces me has mirado”. No es una cuestión de autoestima, a menudo narcisista e inflacionaria, sino de objetividad: lo que los demás aprecian de nosotros es el amor temprano recibido y materializado en el gesto, en el rostro, en la palabra. Esta forma de atención solo es posible –ya solo es posible– en un descuido de Urgo: lo que vale la pena mirar es lo que él no ha mirado, lo que se ha olvidado de mirar, lo que crece por sí mismo en la maleza. Mirarlo es, además, protegerlo de la acción corrosiva del Padre Nada. Es siempre más fácil, lo sabemos, matar a aquel al que nadie nunca ha querido.

La literatura, la pintura, la poesía han prestado mucha atención a una de las formas más melancólicas de la desatención: las ruinas, devoradas siempre por la maleza. Se abandona un edificio y al poco tiempo se agrieta y se derrumba; y enseguida se puebla de arbustos inextricables. Así lo expresa Góngora en sus Soledades: “Yacen ahora, y sus desnudas piedras/ visten piadosas yedras:/ que a rüinas y a estragos,/ sabe el tiempo hacer verdes halagos”. O pensemos, por ejemplo, en el cuento de La bella durmiente, en el que el sueño de la princesa suspende la vida en el palacio, pero no la acción del tiempo, que sigue trabajando y trabajando –soltando, es decir, sus ramas y raíces– al margen de los hombres, de tal manera que cien años después la princesa y el palacio han quedado sepultados bajo la maleza. Esta victoria de la naturaleza sobre la humanidad ha alimentado siempre la incómoda contradicción radical que llamamos “estética”, explotada pictóricamente a partir de los siglos XV y XVI, cuando la Europa que empezaba a alejarse del cristianismo rescató al mismo tiempo las ruinas de Roma. Desde entonces el arte y la literatura no han dejado de buscar a la bella durmiente bajo la maleza para despertarla. Es imposible acercarse a las ruinas, en efecto, sin que ese juego de atención/desatención se ponga en marcha: en el cuadro y en el poema la desatención, por así decirlo, se convierte en un objeto superior de la mirada, puesto que a través de él vivimos el retorno del mundo después de la derrota o, si se prefiere, la derrota real del mundo como forma superior y verdadera de su supervivencia. La realidad nos deprime, la verdad nos consuela. “Triste belleza”, dice el poeta salmantino Aníbal Núñez hablando de “la estatua mutilada” y de “los capiteles truncados cuyo acanto/ cayera en la maleza entre el acanto”, en unos versos muy hermosos en los que el acanto grabado en la piedra se reúne en el suelo con el acanto vegetal que le sirvió de modelo. En 1903, por lo demás, el gobierno argentino encargó al escritor Leopoldo Lugones, el admirado maestro de Borges, un libro sobre las misiones o reducciones que los jesuitas establecieron en el siglo XVII entre los indígenas de Paraná. Pues bien, el capítulo titulado “Las ruinas” comienza con este párrafo desnudamente descriptivo: “Abandonados los pueblos, la maleza ha arraigado en aquella tierra propicia, precipitándose sobre ella con un encarnizamiento de asalto. La mugre de las habitaciones, y la costumbre de barrer hacia la calle, abonaron durante más de un siglo el terreno con toda clase de detritus, siendo esto otra causa de la invasión forestal que ha cubierto las ruinas. Aquellos restos de habitaciones sin techo parecen enormes tiestos donde pulula una maleza inextricable. Unas desbordan de helechos; en otras crecen verdaderos almácigos de naranjos; aquella está llena por el monstruoso raigón de un ombú; de esa otra se lanza por una ventana, cuyo dintel ha desencajado, un añoso timbó; el musgo tiende sobre los sillares vastas felpas, y no hay juntura ó agujero por donde no reviente una raíz”. La proliferación de nombres vegetales remeda y excita la reproducción de la maleza, a cuyo imperio sobrehumano sucumbe también el lector. La belleza, como vemos, se hace de esta lucha entre dos formas de atención. O de otra manera: no podemos permitir que la maleza, ese fuego vegetal, lo devore todo; pero no podemos permitir tampoco que la atención del Padre Nada disuelva en el desierto toda la maleza. Los edificios y las ortigas se necesitan mutuamente. Vivimos todo el tiempo entre la maleza y la nada.

No podemos permitir que la maleza, ese fuego vegetal, lo devore todo; pero no podemos permitir tampoco que la atención del Padre Nada disuelva en el desierto toda la maleza

Pero si la maleza tiene una estirpe literaria, también tiene una histórica y, a su manera, heroica. En italiano maleza se dice sottobosco o boscaglia pero también macchia (literalmente “mancha”), palabra que, desde Córcega, pasó al francés como maquia para designar las zonas del sudeste de Francia caracterizadas por la abundancia de arbustos. El Tommaseo define la macchia como “selva espinosa, intrincada y frondosa donde es fácil esconderse”. En la macchia corsa, en la maquia francesa se ocultaron, sí, los jóvenes que se negaban a participar en las guerras napoleónicas, conocidos desde entonces como maquisards o maquis. Durante la IIª Guerra Mundial, como sabemos, ese es el nombre que recibieron los guerrilleros que lucharon contra la ocupación nazi en las zonas rurales y, por extensión, todos los miembros de la resistencia antifascista, entre los cuales había muchos españoles, como podemos deducir del famoso poema de Louis Aragon, L’afiche rouge. En una tierra en la que durante dos siglos varias generaciones se habían echado al monte contra la injusticia, cuna de la palabra “guerrillero”, esta solidaridad antifascista con el país vecino rebautizó a los republicanos que siguieron luchando en España contra Franco como “maquis”. El último de nuestros maquis se llamaba José Castro Veiga y fue asesinado por la guardia civil el 10 de marzo de 1965. Nadie ha novelado mejor que Almudena Grandes algunos de los episodios de esta resistencia heroica, trágica y plebeya en la que miles de hombres, sobre todo comunistas, apoyados y delatados desde las aldeas, abandonados a su suerte por el partido, entre una derrota inviable y una victoria imposible, se echaron al monte o a la macchia para luchar contra la dictadura. La maleza, por así decirlo, ha visto en muchos lugares del mundo la transformación de los “rebeldes primitivos” de Hobsbawm, bandoleros pobres o prófugos desharrapados, en revolucionarios y guerrilleros al servicio de una liberación común. El napalm estadounidense en Vietnam da buena cuenta del tipo de atención mediante el que el Padre Nada, bajo distintas vestes, intenta destruir la independencia de la maleza. 

Sigamos con los claroscuros de la maleza. Este temor ambiguo a lo que crece de modo desordenado y a nuestras espaldas se revela en el origen latino del término, malitia, que se ha conservado, en sentido moral, bajo la forma “malicia”. La maleza lleva el mal dentro, sí, pero también lleva una cereza: es lo contrario de una manzana envenenada: es un veneno amanzanado. Pues si se piensa bien, la maleza ofrece, entre otras metáforas, la imagen invertida y, si se quiere, subversiva, del crecimiento capitalista, ese Padre Nada siempre atento a los árboles para talarlos, a las montañas para vaciar sus entrañas, a los objetos para nihilizarlos en mercancía. La maleza crece sola, sin intervención humana y es eso lo que, si nos inspira un poco de ansiedad, nos devuelve al mismo tiempo la esperanza. En un mundo ciego de autodeterminación narcisista contra la naturaleza, el boscaje nos recuerda que las cosas fundamentales nacen despacio y por su cuenta: que todo lo que no he hecho yo, digamos, es maleza y, por eso mismo, también bueneza y, aún más, belleza. Este es quizás el milagro ramplón que yo quería evocar en un breve poema que escribí hace muchos años: “maleza bueneza belleza/ la hierbabuena que se va pegando/ en nuestras pezuñas”. Algo queda felizmente en nuestras patas, cuando volvemos a casa, de la sustancia primera que hemos pisado pero no creado. 

El sexo es maleza porque nos lleva siempre donde no queremos; y porque de él depende la reproducción de cuerpos que no se pueden hacer a sí mismos. 

El amor es maleza porque está lleno de pinchos.

El pensamiento es maleza porque nos enreda lejos de la verdad de la iglesia y del partido.

La política es maleza porque nos obliga a cuidarnos cuando el Padre Nada no nos mira.

Huelga decir que el mito tabaru, como a los propios tabaru, me los he inventado yo. Pero es siempre mejor un mito que un panfleto cuando se trata de hacer una advertencia: ay de los que impiden crecer la maleza en la que aún podemos perdernos u ocultarnos.   

Maleza es en absoluto una de mis palabras preferidas. Estoy platónicamente convencido de que  no podría decirse de ninguna otra manera. Reloj podría decirse “relogio”, manzana “melania” y hasta mariposa “papiliona”, pero no hay ningún otro mundo posible en el que el principio universal de la arbitrariedad lingüística, entre un millón de fonemas castellanos, no elija finalmente maleza para la maleza. “Mal” es ya una palabra bonita, aunque nos pese; lo es mucho más que “bien” porque tiene una letra menos y, sin embargo, más respiración y más anchura. Pero “maleza” es mejor, porque es un mal que se alarga y languidece y que, de pronto, se vuelve serpenteando contra sí mismo. Es, si se quiere, un mal herido y remendado, desviado de su destino por el clinamen de la belleza. La maleza es un mal superior; es decir, el bien; es decir, la belleza; es decir, la maleza.

Apenas dejo de luchar, me crece, sí, una ortiga en el pecho.

Apenas dejo de luchar, crece un lirio en el valle.

Apenas me distraigo, mi amor, te encuentro ya despierta entre la maleza.

Un mito del pueblo tabaru recogido por Frazer (1922) y por Bandin (1935) cuenta el origen trágico y, si se quiere, accidental del mundo. Los tabaru, hoy una minoría disuelta en la población de Ghana y Mali, fueron numerosos y pujantes en el África Occidental hasta 1756, cuando Filardia, su capital,...

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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