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En un libro extraordinario en todos los sentidos, 1491, el estadounidense Charles C. Mann nos obliga a revisar todo cuanto creíamos saber, en términos demográficos y culturales, sobre la América precolombina: un mundo tan poblado, tan refinado, tan reflexivo, a veces también tan cruel, como la Europa que acabó con él. No es de esto de lo que quiero ocuparme. En un momento dado, Mann, hablando de la poderosa civilización de Norte Chico, en el actual Perú, con sus grandes templos y montículos artificiales, se hace esa pregunta que tanto ha intrigado a arqueólogos y científicos en el caso, por ejemplo, de los incas: ¿cómo pudieron levantar esas grandes estructuras en un terreno hostil y sin el conocimiento de la rueda? Si descartamos a los extraterrestres –el gran recurso del etnocentrismo europeo, incapaz de reconocer capacidad equivalente a los pueblos colonizados–, la respuesta es siempre la tiranía y la esclavitud, lo que, en el caso de Norte Chico, una sociedad escasamente coercitiva, tampoco sirve. ¿Entonces? Para que el lector europeo pueda imaginarse una alternativa humana y banal a las naves espaciales y al terror dictatorial, Mann recuerda lo que pasó en 1790 en París, tras el derrocamiento de la monarquía absoluta: miles de parisinos, de común acuerdo, “sin coacción ni remuneración”, erigieron en tres semanas el campo de Marte, un anfiteatro al aire libre con un aforo para medio millón de personas. Mann enuncia este entusiasmo colectivo –compuesto de miles de entusiasmos particulares– con una frase muy hermosa: “La celebración sobrecogida y asombrada de un nuevo modo de existencia”. Esa “celebración”, que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia, en todos los continentes y en todas las culturas, ha sido fuente de grandes logros que, retrospectivamente, aparecen como imposibles o sobrehumanos para sus propios protagonistas y, mucho más, para las generaciones sucesivas, herederas sin pasión de esfuerzos que ya no comprenden.
No voy a referirme a esas grandes revoluciones hoy imposibles ni a esas grandes construcciones ahora industriales y destructivas. A escala individual, esa “celebración” o ese “entusiasmo” de los que habla Mann se llaman “vocación”, un término forjado en nuestra tradición para explicar el impulso artístico o el fervor religioso. Alguien se siente llamado a hacer algo que está por encima de sus fuerzas y que no forma parte de la lógica de su vida ni de la norma social utilitaria y cuyo resultado, por eso mismo, produce una mezcla de asombro y satisfacción. Es coherente, sí, que asociemos este término al arte o a la fe religiosa, dos esferas idealmente situadas fuera del mercado, pero hay algo natural y al mismo tiempo paradójico en extender también su vigencia a esas dos actividades laicas sin las cuales es imposible la supervivencia social: la enseñanza y la sanidad.
Naturalmente que en las escuelas y los hospitales se infiltran cada día maestros perezosos y pedófobos y médicos descuidados y vanidosos, pero lo importante es entender que estos dos sectores, los más útiles del mundo, no podrían sobrevivir, y prestarnos los servicios esenciales que nos prestan, si no diéramos por supuesto que su motor individual es la vocación y no el mercado o el prestigio social. Durante el mes de julio he estado hospitalizado unos días en un gran hospital público de Madrid, un Titanic a punto de naufragar en la tormenta neoliberal en el que miles de médicos, enfermeros y celadores se pasan el día achicando agua con una sonrisa incomprensible. Pasé dos noches en un box de urgencias porque no había camas o, mejor dicho, porque no había personal para atender las numerosas camas vacías; luego me trasladaron varias veces de habitación al albur de decisiones administrativas tomadas en paralelo a las clínicas y sanitarias. Era muy visible la pugna entre las vocaciones y el sistema. La vocación, como vemos en las guerras (y el desmantelamiento de la sanidad pública genera las condiciones de una guerra), es capaz de colgar pizarras e improvisar quirófanos entre las ruinas. La vocación sostiene, remienda, apuntala, dignifica y salva vidas con una tiza y un termómetro, pero no está destinada a vencer si no se la ayuda. Un auxiliar de enfermería, joven y luminoso, me expresaba, mientras me daba trabajosamente la vuelta en la cama, su frustración: iba a tener que dejar los estudios que le hubiese gustado completar (“no me imagino haciendo otra cosa que cuidar a los demás”) porque las condiciones laborales eran ya incompatibles con la supervivencia y, desde luego, con la “celebración” necesaria para que la vocación haga bien su trabajo. Hace unos días leía un artículo en el que se hablaba de la Gran Renuncia o Gran Dimisión, que ha llegado también, trágicamente, al sector sanitario: miles de médicos y enfermeros que abandonan su trabajo, o huyen de nuestro país en guerra, porque el sistema –que además despide o deja de contratar sanitarios– acosa y rebaña hasta tal punto las vocaciones que los cuerpos no resisten. Renunciar a un trabajo de mierda en un invernadero o en un call center es no solo comprensible sino esperanzador: el trabajador renuncia a un salario de hambre –un salario en todo caso– a cambio de una vida inmediatamente más digna; pero es social y colectivamente trágico que un hombre o una mujer tenga que renunciar a su vocación porque, en ciertas condiciones, la celebración, la satisfacción, la curación son incompatibles con la vida.
Bajo el capitalismo la paradoja lleva al límite sus tensiones: permite pocas “celebraciones” al margen del mercado, pero al mismo tiempo se apoya en ellas como en un casi inagotable yacimiento funcional de humanidad salvífica. En realidad no es el trabajador “alienado” en una tarea repetitiva y odiosa el que sostiene el sistema; es la vocación, sobre todo en el terreno de los cuidados, la que finalmente evita –cada vez más por los pelos– que se derrumbe. Es la vocación, digamos, la que mantiene con vida el mismo sistema que la parasita, la explota, la erosiona y finalmente la aniquila. El capitalismo, que se alimenta de plusvalor económico, se alimenta asimismo del valor humano que miles de hombres y mujeres, por salvar vidas, introducen sin parar en el mundo. Un gran hospital de Madrid es hoy el escenario paradigmático de esta batalla decisiva: entre un sistema que suelta las tuercas y desguarece a sanitarios y enfermos y una vocación que, contra viento y marea, cada vez más cansada, mantiene el carácter público de la institución, única garantía de que cada cuerpo vale lo mismo y recibe la misma atención que cualquier otro cuerpo. La vocación solo encuentra y produce satisfacción en condiciones públicas y universales.
Volviendo un instante a la reflexión de Mann, podríamos decir que la izquierda española ha perdido de vista “la celebración sobrecogida y asombrada de un nuevo modo de existencia”, necesaria no solo para las grandes revoluciones sino para las pequeñas lides barriales y las grandes citas electorales. Solo muchas vocaciones reunidas pueden transformar un país y levantar no templos o montículos artificiales sino escuelas libres y hospitales curativos. En ausencia de “celebración colectiva”, las vocaciones individuales que sostienen la supervivencia cotidiana sucumbirán también –más pronto que tarde– a las presiones del “mercado”. Y no habrá nadie para quitarle una espina a un anciano o enseñarle el concepto de justicia a un niño.
Un abrazo vocacional a la comunidad de CTXT.
En un libro extraordinario en todos los sentidos, 1491, el estadounidense Charles C. Mann nos obliga a revisar todo cuanto creíamos saber, en términos demográficos y culturales, sobre la América precolombina: un mundo tan poblado, tan refinado, tan reflexivo, a veces también tan cruel, como la Europa que...
Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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