NIÑERING
Los trabajos de mierda no son tu fantasía escapista
Si quieren pensar que la cajera machacada que les cobra los ‘noodles’ es, en el fondo, afortunada, porque nadie le dijo esta mañana que su obra intelectual es una birria, que lo piensen. Pero que tengan la decencia de no decirlo
Adriana T. 30/05/2022
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Sucede periódicamente, ya en las redes sociales, ya incluso en artículos o columnas que aparecen en los medios. A lo mejor estoy tan tranquila con mi café, pensando en las musarañas, deslizando el dedo arriba y abajo entre las app del teléfono móvil, y entonces los veo. Las historias se parecen siempre mucho entre sí: personas con trabajos de esos conocidos como –o al menos ellos así los llaman– intelectuales, se desahogan explicando lo duro que es sostener en el tiempo un curro creativo como el suyo, un trabajo en el que hay que pensar, un trabajo que nunca tiene fin, que nunca está completo y del que es casi imposible desconectar, porque el artista y el intelectual nunca dejan de pensar su obra. A esas quejas, con las que casi puedo empatizar, les suele seguir la conclusión final, la que me hace soltar un alarido –casi siempre es un alarido interior, no me gusta alarmar innecesariamente a mis convivientes–: “Qué suerte tienen las cajeras, las dependientes, los conserjes, los mecánicos… todos esos trabajadores manuales, escasamente cualificados, cuya labor no exige el empleo de las esmeradas dotes intelectuales con las que yo, pobre niño maldecido por los dioses con un talento indomable, tengo que lidiar…”. Si la gente les afea que ese tipo de afirmaciones supuran clasismo, ignorancia y desprecio hacia los obreros manuales, se defienden explicando alguna cosa tipo “pero si yo sólo digo que esas personas llegan a su casa y desconectan del trabajo, no como yo, que soy un pobre esclavo de mis dones artísticos e intelectuales, no entendéis los elevados sentimientos que me aguijonean el alma, no veis cómo sufro, los camioneros llegan a su casa y no piensan más en su camión…”.
Hace ya años que empecé a decir, al principio medio en broma, que no me fío mucho de la gente que nunca en su vida ha trabajado en algo de doblar el lomo. Muchas personas que ahora trabajan sentadas pasaron veranos, cuando no el curso entero durante su juventud, perchando, doblando y alarmando camisetas, poniendo copas, cobrando a tarados insoportables en grandes superficies o repartiendo pizzas por toda la ciudad con una moto desvencijada. No me malinterpreten: al contrario de lo que les ocurre a ciertos intelectuales, yo no romantizo en lo más mínimo ese tipo de labores. No creo que el trabajo manual, casi siempre mal pagado y ejecutado en condiciones precarias o incluso sin suficientes medidas de seguridad, enseñe nada. No creo que sea digno, que ennoblezca el espíritu o que nos haga mejores personas. Todos mis trabajos, hasta hace muy pocos meses, han sido trabajos de ese tipo. He sido fundamentalmente niñera, pero también cajera, dependienta, camarera, educadora en prácticas en una guardería. He trabajado cara al público, soportando interacciones que más bien parecían un castigo con cientos de personas cada día, y también he estado escondida en una casa en la que nadie podía verme. He sido todas esas cosas que nadie quiere ser, y que, sin embargo, los pobres privilegiados que se sienten acosados por sus propias expectativas de exniños prodigio y su desmedido talento, anhelan ser para poder descansar un poco de tanta creatividad y tanta presión externa. Más tarde ellos mismos reconocen que ni borrachos van a echar su currículum en un supermercado, porque quizá sean bobos y frivolicen con la miseria ajena, pero no tanto como para dejar un puesto bien considerado, razonablemente bien pagado, con un contrato indefinido, y sin riesgos para la integridad física y mental –no, que tu jefe te pida que le des otra vuelta a lo que has escrito no pone en riesgo tu salud mental, ya lo siento– para lanzarse a los extenuantes brazos de la precariedad laboral y sus paupérrimos sueldos, soportar broncas airadas de los clientes y los jefes, destrozarse el estómago de tanto tomar antiinflamatorios para las contracturas musculares y los dolores en las articulaciones, y hasta tener un encargado que controla el tiempo que pasas en el baño durante tu jornada laboral (yo llegué a evitar tomar agua en pleno agosto para que no me llamaran la atención por ir demasiado al servicio), y todavía tener que sufrir la consideración social de ser un fracasado mientras se escriben tuits o artículos explicando que tienes la suerte de, al menos, desconectar cuando llegas a tu casa.
Desconectar cómo, me pregunto. La idea que subyace implícita es que los trabajadores manuales sobreviven con poca o nula actividad cerebral. Que son como robotitos, cuyos sesos están compartimentados en cajas que se encienden y apagan a voluntad cuando entran y salen del trabajo. Seres humanos incompletos, a medio cocer, sin duda menos complejos. Que están ahí, en esos puestos duros, precarios y mal pagados por su falta de ambición e inquietud intelectual, porque no saben hacerse las preguntas adecuadas, porque sus sentimientos son menos profundos, sus pensamientos menos precisos, carecen de talento y perseverancia, no padecen con la misma intensidad que las grandes mentes.
Mi experiencia como trabajadora manual –¡y tengo mucha!–, por el contrario, está bastante alejada de esa idea. La mayoría de mis trabajos consumían todos mis recursos mentales, ahogando cualquier atisbo de creatividad o lucidez, pues día tras día todo mi ingenio terminaba arrastrado y enfocado en cómo sobrevivir más o menos indemne a otra jornada más. No existen labores en las que se pueda prescindir del pensamiento. Cuando llegaba a casa, rara vez desconectaba. Seguía dándole vueltas a la mala contestación de aquel cliente, a un pitido raro que hizo la caja y cuya causa no logré descifrar, a un descuadre inexplicable que, tras darle muchas vueltas, sólo se podía atribuir a una trampa tendida por la encargada para probar mi honestidad. En el caso de los trabajos de cuidados es aún peor. Cuando me empleaba como niñera interna desarrollé insomnio y tuve que tomar medicación para ese trastorno por primera vez en mi vida, porque me resultaba imposible establecer los límites entre mi trabajo, mi tiempo de ocio y mi tiempo de descanso. Incluso si era domingo y la casa estaba vacía, seguía pensando en que tenía que hablar con la señora de la limpieza sobre la mancha de las cortinas, en cómo corregir el desviado comportamiento del crío, en qué le pasaba al gato para maullar así de repente, en cuál sería el mejor día de la semana para ir a hacer la compra. Todo mi espacio mental estaba ocupado en esas cuestiones y otras de similar pelaje, haciendo que me despertara de madrugada con taquicardias porque no podía recordar a qué hora vendría ese día el padre de los niños a buscarlos, o si realmente íbamos a tener suficiente pan para el desayuno esa mañana.
A estas alturas, ya no estoy para que me tomen más el pelo. Los trabajos de mierda no son la fantasía escapista de los privilegiados. Si quieren pensar que la cajera machacada que les cobra los noodles y el brócoli que pararon a comprar de vuelta del curro es, en el fondo, afortunada, porque al menos nadie le dijo esta mañana que su obra intelectual es una birria, que lo piensen. Pero que tengan la decencia de no decirlo.
O mejor aún: que le den otra vuelta, a ver.
Sucede periódicamente, ya en las redes sociales, ya incluso en artículos o columnas que aparecen en los medios. A lo mejor estoy tan tranquila con mi café, pensando en las musarañas, deslizando el dedo arriba y abajo entre las app del teléfono móvil, y entonces los veo. Las historias se parecen siempre...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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