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Escuchar a las violadas con o sin faltas de ortografía

Ellas son las ‘mujeres de’. No importa que pinten, creen, investiguen o escriban. Su nombre está atrapado en la órbita de un genio

Nerea Balinot 15/05/2019

<p><em>Nacimiento de San Juan Bautista</em></p>

Nacimiento de San Juan Bautista

Artemisa Gentileschi

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La historia del arte, la literatura y la cultura está llena de grandes genios, así, en masculino. No es una cuestión de talento; tampoco una casualidad. Nuestra lengua –o, al menos, la Real Academia Española– solo permite nombrarles a ellos. El término ‘genia’ no existe en nuestros diccionarios, aunque sí la palabra musa que significa ‘‘inspiración del artista o escritor’’ y no tiene masculino.

Frente a esta dicotomía que expulsa a las mujeres del canon creativo surgió ‘‘Ni ellas musas, ni ellos genios’’, un ciclo de conferencias para reivindicar su legado. Al cierre de su quinta edición, las coordinadoras Laura Freixas y Pilar de Foronda mantienen un objetivo común: deconstruir el imaginario de la creatividad.  

Por el auditorio de Caixaforum (Madrid) han pasado mujeres como Simone de Beauvoir, Sylvia Plath y Virginia Woolf. También otros nombres menos conocidos, explica de Foronda. El de María Lejárraga –una de las escritoras más brillantes del siglo XX–  no aparece en los libros que escribió; la firma y la fama correspondieron a su marido, Gregorio Martínez Sierra. Más conocida como ‘‘la esposa de Hitchcock’’, Alma Reville fue una gran guionista; ella ideó la escena de la ducha de Psicosis con música. Y cuatro siglos después de su muerte, aún se siguen reatribuyendo obras a la pintora Artemisa Gentileschi; su talento fue eclipsado por el prestigio de su padre. 

Todas ellas tienen algo en común: son mujeres, son creadoras y han sido invisibilizadas como musas de los grandes genios. A través de sus vidas y, especialmente, en contraposición con las de sus parejas, descubrimos la estructura patriarcal que sostiene nuestro ideal artístico.  

La condena de las musas 

Frente a un cuadro que nos muestra una mujer desnuda e inerte, Freixas plantea: ‘‘su protagonista no está, pero es evidente que la obra existe para el espectador masculino’’. Si ellos son los sujetos creadores –y también los receptores–, ¿cuál es el papel de las mujeres en el arte? Desde el escenario, responde: son el objeto de deseo que inspira la obra y el instrumento para crearla. Están dentro del cuadro, sí; pero también fuera, en los márgenes. Ocultas tras la sombra del genio. En la práctica, explica, las musas eran amas de llaves, criadas, relaciones públicas y secretarias. Mujeres abnegadas que sostienen al ‘‘hombre hecho a sí mismo’’ y, con su trabajo invisible, le permiten crear. 

Se trata del esquema clásico de pareja heterosexual patriarcal, aunque ‘‘embellecido por el aura artística’’, matiza Freixas. Mientras que el genio es individual y único, la musa no tiene identidad propia: es ‘la mujer de’. El genio es irremplazable; la musa, en cambio, intercambiable. De hecho, añade, los hombres exitosos suelen tener tres: cada una más joven, menos empoderada y más dedicada a él que la anterior. Por eso, afirma que ‘‘el mito de la musa idealiza la desigualdad’’.

Mientras que el genio es individual y único, la musa no tiene identidad propia: es ‘la mujer de’. El genio es irremplazable; la musa, en cambio, intercambiable

Este es un trabajo sin vocación. Hace algunos años, el ciclo rescató la relación entre Rafael Alberti y María Teresa León, desvelando la frontera que separa la gloria del olvido.  Mientras que las inquietudes de él fueron celebradas y fomentadas, las de ella –casada con 17 años– eran acalladas. Alberti tenía referentes, artistas a los que admirar. En los libros de texto de María Teresa León, en cambio, solo aparecía una mujer, la princesa de Éboli. De ella, se escuchaba: ‘‘era una puta’’. En las reuniones sociales, Alberti era presentado como poeta; María Teresa León, como su esposa. Aunque ambos pertenecen a la Generación del 27, ella –junto a las Sinsombrero– apenas ha pasado a la historia.

Lo que para los hombres es una dificultad –afirmarse como creador–, en ellas supone una contradicción con su propia identidad: ¿es posible ser genia? En nuestra sociedad, explica Freixas, ‘‘crear significa anteponer tus proyectos a los demás’’. De alguna manera, sacrificarlos. El concepto de mujer –definida como ‘‘un ser para otros’’– colisiona frontalmente con esta idea de creación. 

‘‘Las mujeres tienen otros destinos más importantes que cumplir sobre la tierra’’, escribió Juan Valera ante el posible ingreso de Emilia Pardo Bazán en la RAE. Entre ellos, destacaba ‘‘ser instrumento de deleite para el mozo’’ o cuidar a niños y ancianos. Pretender que sean académicas, afirmó, equivaldría a jubilarlas de mujer. 

Esta falsa disyuntiva es ideológica y patriarcal, denuncia Freixas. Pero ‘‘produce efectos reales a modo de profecías auto-cumplidas’’. La poeta Sylvia Plath, por ejemplo, solo podía concebir dos modelos de mujer: la solterona amargada o la ama de casa. En sus diarios descubrimos el conflicto entre estos anhelos irreconciliables. ¿Entregarse a su obra o casarse, tener vida sexual e hijos? Ante la aparente incompatibilidad, concluye: ‘‘Solo puedo amar renunciando a mi amor propio y a mis ambiciones’’. 

Tras su boda con el exitoso poeta Ted Hughes, toda la sociedad –empezando por su marido–, la empuja a resignarse y asumir el papel de musa. Aunque regresará una y otra vez a su vocación como artista, terminará escribiendo: ‘‘Ted es un genio. Yo, su mujer’’. 

El arte es un diálogo, afirma Freixas. Si nadie te estimula, rebate, entiende o, simplemente, escucha, se apaga. Sylvia era consciente de su talento, asegura de Foronda, pero solo recibía rechazo: ‘‘no, no y no. Vales mucho, pero así no’’. El nivel de frustración, añade, tenía que hacerle la vida insoportable. Ocurrió con muchas otras. La mayoría, explica, acababan resignándose a trabajar para su compañero o, quizás, ‘‘la maternidad se las comía vivas’’. A veces, la tensión se volvía mortal. Con 30 años, Sylvia Plath colocó la cabeza sobre el horno de la cocina y abrió el gas.  

Quienes se mantuvieron en el camino de la creatividad fueron condenadas a la penalización y la presión social, continua Pilar de Foronda recordando a Camille Claudel. Talentosa escultora desde niña, su obra fue eclipsada por su relación amorosa con Rodin –un hombre casado y 24 años mayor que ella–. Terminó su vida encerrada en un psiquiátrico, sin ningún reconocimiento artístico. El diagnóstico fue delirio sistemático de persecución; una condena por ‘‘transgredir el rol reservado a las mujeres’’, afirma. 

‘‘El castigo social y afectivo por tener ambiciones es enorme’’, continua Freixas. En esta edición, Nuria Varela rescató la figura de la escritora Mery Wollstonecraft: la abuela de Frankenstein. Tras redactar uno de los textos clave de la Revolución Francesa –Vindicación de los derechos del hombre– se convirtió en una de las figuras más relevantes de su tiempo. Cuando extendió estos derechos humanos a las mujeres, pasó de ser una ‘‘amazona intelectual’’ a ‘‘hiena con faldas’’. Tras su muerte, la publicación de sus memorias –en las que se incluían sus intentos de suicidio y sus relaciones extramatrimoniales– la sentenciaron a la censura durante varios siglos.

El poder de construir el relato 

No existe la experiencia en crudo, afirma Freixas: ‘‘el ser humano se construye a través de relatos’’. El problema surge cuando los únicos protagonistas son hombres. En los márgenes quedan otras historias –del mundo, del arte, de la literatura– que no nos están contando. 

Uno de estos relatos alternativos puede visitarse en el Museo del Prado: el Nacimiento de San Juan Bautista, de Artemisa Gentileschi. En él, encontramos ‘‘algo que no pintaría un hombre’’, afirma de Foronda. Un detalle inadvertido en la escena que protagonizan las sirvientas: los faldones de sus camisas. Sobresalen en la parte baja de la espalda y nos muestran cómo eran las mujeres en su trabajo cotidiano. Sin idealización, sin delicadeza, sin erotismo. Una mirada a los ‘‘pies cansados y a las manos usadas’’ que no pintan los genios.

En esta otra Historia del Arte se incluye Mi nacimiento, de Frida Khalo – una obra en la que se representa un parto– y la fotografía de Judith Chicago, Bandera Roja. En primer plano: un par de piernas, vello púbico y una mano que extrae un tampón ensangrentado. La imagen supuso un gran escándalo en 1971 y, aún hoy, sigue siendo provocadora. Hay quien dice que asquerosa. Pilar responde: ‘‘¿Y qué? Solo es un tampón. ¿No es mucho más desagradable Saturno devorando a sus hijos de Goya?’’ 

Quien marca el canon decide qué es más violento: la sangre menstrual o el canibalismo

Quien marca el canon decide qué es más violento: la sangre menstrual o el canibalismo. Los que construyen el relato determinan quiénes son los genios. Después, lo que estos hagan se llama arte. Para Freixas, se trata de una construcción ‘‘puramente ideológica’’ que se utiliza para ocultar los mecanismos del privilegio. Un disfraz, explica, que enmascara los verdaderos condicionantes de la creación: las posibilidades materiales, el acceso a la educación y la influencia de una sociedad que permita –o niegue– el desarrollo artístico. 

El genio no apareció hasta el siglo XVI, amparado en el poder de los papas y de familias adineradas –como los Médici–, contextualiza Pilar. Así se rompió el ideal medieval del arte como una creación colectiva y surgió la glorificación de las firmas individuales. Actualmente, añade, el genio se caracteriza por ‘‘ser neoliberal y tener un buen concepto de mercado, de industria y de merchandising’’.  

En la última conferencia de este ciclo, Freixas recuerda las palabras de Griselda Pollock: ‘‘es demasiado simplista decir que las mujeres son excluidas’’. Lo complejo, explica, sería entender que la Historia del Arte es un discurso masculinista construido en torno a un centro: el artista varón como creador individual.  

Sin embargo, los grandes hombres no están solos en el mundo. Es aquí donde Freixas nombra a la mujer sin nombre. Pobre, criada, de la casta de los parias de Ceilán (Sir Lanka). Encargada de vaciar el orinal de Pablo Neruda cada mañana. Violada por el poeta que, en aquel entonces, también era cónsul. ‘‘El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme’’, escribió él en su autobiografía. 

La sacralización del genio provoca que nadie cuestione su comportamiento, explica Freixas. Especialmente, en lo que respecta a las mujeres. Como ‘‘máxima expresión del rol masculino’’, justificarlo afecta a toda la sociedad. Muestra una filosofía subyacente: ‘‘hay personas de primera y personas de segunda. Las desechables pueden sacrificarse en el altar del genio. ¿Qué nos importa que sea un violador si era un buen poeta?’’. 

La historia, afirma Freixas, no es el reflejo del pasado, sino ‘‘una narración de afirmación retrospectiva’’. Se construye con las preguntas que, desde el presente, formulamos. Por eso, este ciclo cuestiona dónde están las mujeres en el arte, quiénes fueron realmente las musas y qué ocurrió con aquellas de las que, ni si quiera, conocemos el nombre. Pone el foco sobre el tejido social que rodea al genio y reivindica a las mujeres inmoladas a mayor gloria de. Quiere construir otro relato. Cansada de leerles a ellos –por muy bien que escriban–, Freixas afirma: ‘‘Quiero escuchar a las violadas: no me importa que hagan faltas de ortografía’’.

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