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La semana pasada, tras una reunión en la que se pronunciaron las palabras ‘timing’ y ‘briefing’ en varias ocasiones, me fui a Villaverde Alto. Mi objetivo: toparme con alguien amable en una oficina de la Seguridad Social que me arreglara, sin pedirme más papeles de los que llevaba, un asunto de la pensión de viudedad de mi madre. En mi vagón de metro íbamos apenas esta humilde servidora y una panda de adolescentes que me miraban con desprecio. Primero pensé que era cosa de su actitud vital permanente, luego me vi reflejada en el cristal y pensé que a pesar de mis vaqueros, mis zapatillas de deporte y mi mochila, nunca podría pasar por uno de ellos. Me sentí un bicho raro, luego me sentí mayor.
Después de caminar 1,1 kilómetros si hacemos caso a Google Maps llegué a una oficina lúgubre y oscura llenísima de gente. Carritos de bebé, señoras leyendo el folleto de Carrefour, jóvenes con cara de desidia, mujeres con velo, despistadas como yo con mis uñas pintadas de rojo. Introduje en una pantalla mi número de DNI y me senté a esperar. La funcionaria que atendía las peticiones y dudas de al menos una docena de personas empezó a enfadarse. Desde mi sitio casi escuchaba cómo su respiración se iba haciendo más fuerte. Hasta que elevó la voz y protestó: “Pero vamos a ver, es que esto lo puede usted hacer desde su casa, pidiendo cita previa desde el ordenador”. Entonces se oyó una voz de señora mayor respondiendo: “¿Usted se cree que yo tengo la cabeza para Internet?”. Silencio en la sala. Lo rompió mi compañero de fila, un señor de físico tan machacado que podría tener mi edad pero aparentaba los 60. “Esta gente se piensa que todos tenemos Internet, como si no fuera una cosa para ricos. ¿Tú te crees que yo para tener un trabajo tenga que saber informática, a mis 45 años?”. No pude responder. No supe. Menos mal que en la pantalla apareció mi número.
Desde Villaverde Alto me fui a recoger a los niños al colegio. Ah, esto es otra cosa. Aquí la gente sabe informática y tiene Internet, profesionales liberales vestidos de casual y con pinta de tener muchas baldas de libros. Apareció una madre con tres mochilas en las manos, unos tacones de al menos ocho centímetros y un paquete de jamón asomando por el bolso. Mientras hacía malabares nos contó que a veces sueña que se deja alguna mochila en el camino. El público ríe. Cómo es esto de conciliar con Internet y nuestra burguesía. Las raíces capilares y las prisas como gran drama, antes de que nuestros hijos entren de lleno en la adolescencia y alguno nos salga delincuente. Pero eso no nos va a pasar a nosotros, ¿verdad? Como mucho se harán músicos.
Entonces se escucharon las palabras de otra madre, también entaconada, que dijo en voz muy baja: “Vosotras no lo sabéis pero somos unas privilegiadas. Si supierais las vidas difíciles que veo yo cada mañana…”. Trabaja como juez en un juzgado de violencia de género y tiene que ir acompañada en su trabajo de un policía por si las moscas. No pude responder. No supe. Y me fui en silencio al autobús con mis hijos.
Ayer me fui a Orcasitas. En la avenida Eduardo Barreiros nevaba a eso de las doce y media de la mañana. Hice tiempo en la cafetería Javi antes de mi reunión. Trece hombres y una camarera. Juegan a las cartas y hay monedas en el tapete. Ellos tomaban sol y sombra y otro tipo de licores en copa de coñac que fui incapaz de identificar. Mi primera reacción fue criticarlos en silencio (a estas horas y ya con el copazo), así que pedí muy digna un descafeinado. “Tiene que ser de sobre”, me respondió la camarera con cara de pocos amigos. Dije que adelante y entonces me di cuenta de que yo, normalmente a estas horas, ya suelo pedirme un vino. Pero tenía trabajo, estaba de servicio. Salí corriendo para no llegar tarde y los parroquianos me despidieron con la misma cara de asombro con la que me recibieron. Tengo pinta de forastera, aunque me haya criado apenas unos kilómetros más al sur del Hospital Doce de Octubre. Sigo con las uñas rojas.
Me fui a escuchar lo que hacen unos cuantos profesores con chavales en riesgo de exclusión social. Tienen móvil pero muchos no tienen datos. Jamás han cogido un Cabify y ayudan a los padres a empeñar algunos de los escasos bienes que les quedan para conseguir ingresos. Sus familias dependen, en la mayoría, de la renta mínima de inserción. Algunos, los que están a punto de dejar de ser tutelados, están como locos por independizarse y formar una familia. Y no estar solos. Los bancos, me cuentan sus profesores, les convencen de contratar un seguro en la vida. Y es ahí donde les crujen a comisiones. Por eso creen que es importante que reciban educación financiera, pero no la que te recomienda si es mejor renta fija o variable y te explica cómo pedir un préstamo para hacer un máster. “Ellos no saben nada de economía doméstica pero sus padres tampoco. Si ellos aprenden pueden ser agentes del cambio”, me explican. Salí de allí, con las mejillas abofeteadas por esa realidad que está a unas paradas de metro de mi casa, y me subí a un taxi. Llegaba tarde a mi comida. Vi la foto de un amigo en el Mobile World Congress, luego empecé a leer una entrevista a Chema Alonso, el señor del gorro de Telefónica, otro hablaba del discurso de Álvarez Pallete. No supe responder. No pude. Sólo pensé en que Internet es para ricos y que de vez en cuando hay que huir de la burbuja en la que vivimos para no convertirnos en unos cretinos.
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Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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