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Obras y sombras

Consuelos y anhelos de don Antonio Machado

Hay una tarde machadiana en todos nosotros; ésa que susurra, por entre la tristeza, que “hoy es siempre todavía”

Miguel Ángel Ortega Lucas 4/03/2018

<p>Caricatura de Antonio Machado</p>

Caricatura de Antonio Machado

Luis Grañena

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En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad

Muchas, demasiadas veces necesitamos que alguien nos diga esas palabras.

En nuestra soledad, cuando caemos, castigados por nadie, en el sótano de nuestra conciencia, cuando todo se tizna de sombras y sólo vemos pájaros de luto, necesitamos que alguien nos tome la cabeza, nos mire a los ojos; nos recuerde, enjugándonos las lágrimas, que eso tan claro que estamos viendo no es verdad: sólo las sombras de marioneta que bailan al son del miedo.

(Necesitamos, demasiadas veces, que alguien nos recuerde que el miedo es sólo un bufón haciendo muecas, espantándonos de las puertas de los caminos que llevan a los mejores sitios: dijo alguien, alguna vez.)

Es el consuelo. El remanso hospitalario, como una caricia de aire, que parece tocarnos la cabeza cuando volvemos a la poesía de ese titán del infortunio llamado para la posteridad Antonio Machado. El consuelo. De alguna manera misteriosa, palpitante en el rincón más soleado de la conciencia, donde los recuerdos atardecen, una sombra muy familiar, muy parecida a la figura de don Antonio, vuelve a nosotros para revolvernos el pelo desde su altura, para decirnos que el llanto nos engaña, nos está enturbiando la vista del horizonte y el crepúsculo abiertos en la ventana más allá:

¿Lloras?... Entre los álamos de oro, 
lejos, la sombra del amor te aguarda.    

Hay una tarde machadiana en la cabeza de todos nosotros. Es algo muy tenue, un vislumbre apenas: algo muy frágil; algo invencible. Como la calma blanca, brillante, que queda después del llanto, cuando ya no se espera nada, y que sin embargo prende un fuego en alguna parte para hacernos andar de nuevo; para caminar de nuevo hacia la vida. Es una derrota dulce. Es un cavilar de tren a media tarde, entre las estaciones del dolor, recordándonos que siempre habrá allí, sin embargo, allí, más allá, a lo lejos en la llanura, un hogar humilde con lumbre y conversaciones en voz baja; una posada en que no tener miedo, y descansar. (Una calma que conjura la congoja por lo que sucedió o lo que sucederá, diciendo que todo está bien, que todo está muy bien). Es una amistad dentro de uno mismo.

Hay una tarde machadiana en la cabeza de todos nosotros. Es algo muy tenue, un vislumbre apenas: algo muy frágil; algo invencible

Antonio Machado también tuvo que ser su propio profesor de consuelo. Decía su madre, Ana Ruiz, que “nunca tuvo la alegría propia de la juventud”. ¿Por qué? Cómo saberlo. (Cómo saber nada, en realidad.) Lo que sabemos es que nació en 1875 en Sevilla, que al muy poco su familia se trasladó a Madrid, y que su anclaje a los vislumbres de sol del Palacio de las Dueñas, el sitio de su ciudad natal en que nació y vivió sus primeros cuatro años, se quedó a vivir titilando para siempre en su soñar, contando un cuento de surtidor y sombra con el lenguaje que sólo pueden entender los oídos del niño aquel que no muere nunca.

Un día, sentado con su abuela Cipriana en un banco de la plaza de la Magdalena, en Sevilla, con “6 ó 7 años”, el pequeño Machado disfrutaba de una caña de azúcar. Cuando vio pasar a otro niño con otra caña en la mano, preguntó a la abuela: “¿No es verdad que la mía es mayor?”. La abuela, “con un acento de verdad y de cariño que no olvidaré nunca”, respondió: “Al contrario, hijo mío; la de ese niño es mucho mayor que la tuya”. Y sentenciaba el escritor, ya adulto (en Los complementarios), quién sabe si aventurando demasiado: “Todo lo que soy –bueno y malo–, cuanto hay en mí de reflexión y de fracaso, lo debo al recuerdo de mi caña dulce”.    

Todo cuanto hay en nosotros de reflexión y de fracaso puede deberse a las veces (interminables) en que alguien, la vida misma, nos dice en su idioma variable que tampoco es verdad aquello que vemos tan claro; esta vez para nuestro bien. Esta vez para que no vayamos por ahí con la ilusión de ser omnipotentes, porque no somos, al cabo, apenas nada (somos Todo y nada a la vez). Pero si el fracaso es inevitable, la reflexión posterior es imprescindible para seguir viviendo sin rencor, sin la cadena siniestra de la culpa y la autocompasión y el resentimiento; para aprender la lección de sabiduría y coraje que viene a enseñarnos la humildad.

Sería muy grato que siempre nos enseñaran esto “con un acento de verdad y de cariño”. Por ejemplo:

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
–así en la costa un barco– sin que al partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.

Antonio Machado supo esperar. Y esperó, y esperó... [A veces demasiado: no se sacó el bachillerato, entre unas cosas y otras, hasta los 24 años; no consiguió su plaza de profesor de francés hasta los 34. No hay noticia, por cierto, de que suspendiera a nadie jamás.] Esperó, sobre todo, “la hora de una ilusión” por emerger en el balcón aquel de “la desierta plaza”, tras “un laberinto de callejas”. Esperaba, como todos, por encima de todo, el amor, pero por alguna razón (su carácter, su timidez, su incapacidad para los juegos pícaros de salón en los que sí era tan diestro su hermano Manuel; o Dios sabe), se lo impidieron tenazmente hasta hacer arraigar en él la amargura temprana de haber “malgastado su juventud sin amor”. Quizá por eso se terminó enamorando de quien era casi una niña.

Leonor Izquierdo apenas había cumplido los 15 años cuando contrajo matrimonio con Machado, en Soria, primer destino del profesor de francés. Se sabe muy poco de ella, salvo que era morena, de tez pálida, ojos oscuros y carácter noble, y que todo el mundo la quería. Su noviazgo puede resultar grotesco teniendo en cuenta la extrema juventud de ella y los veinte años de diferencia que les separaban. Pero no tanto si tenemos en cuenta asimismo la precocidad (forzosa) de las mujeres (adolescentes) de la época para ciertos menesteres, y que la bondad y el carácter inofensivo de Machado hicieron que nadie albergase dudas sobre el respeto que le guardaría. Cosas de la época, si se quiere. Como la tuberculosis. De eso mostró los primeros síntomas, la jovencísima Leonor, durante una estancia del matrimonio en París. Machado renunció a la pensión que le habían otorgado para ampliar allí estudios y regresó con ella inmediatamente a Soria (Rubén Darío le prestó el dinero). Tampoco podemos saber cuánto llegaría a rezar por que aquella niña no se desvaneciese del todo entre las sábanas, pero así fue. Murió a los 18 años, tres años exactos después de la boda. Entonces,

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. 
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. 
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. 
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

“Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro”, contaba Machado en una carta a Juan Ramón Jiménez: “El éxito de mi libro [Campos de Castilla, publicado ese mismo año de la muerte de Leonor, 1912] me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla”.

Nunca se sabe dónde puede anidar de nuevo la esperanza. O la coartada para creer que hay esperanza, y seguir haciendo camino (no hay ninguna diferencia).

Hemos dicho que la poesía de Machado se parece a la palabra consuelo. También se parece a la palabra anhelo. Ese caminar continuo de su vida y de su obra, ese pasear de la ciudad provinciana al campo, del río al aula, de su soledad a sus asuntos, es también el transcurrir de todos nosotros: el andar cotidiano del que se busca a sí mismo a la hora de una esperanza /y una desesperación. Huyendo de la desesperación que quiere atarnos, pero que no tiene ya nada que dar (lo sabemos, lo sabemos en el fondo...), de la tristeza que hierve como olla de pobre en las últimas calles del pueblo en silencio, al atardecer, sacamos la fe y la fuerza que no hay para seguir andando. Al encuentro de algo, algo que aún espera. Como

el niño que en la noche de una fiesta 
se pierde entre el gentío 
y el aire polvoriento y las candelas 
chispeantes, atónito, y asombra 
su corazón de música y de pena, 
así voy yo,
(...)  
siempre buscando a Dios entre la niebla.

Pero era una diosa lo que buscaba. Un espectro que tardó dieciséis años en aparecer, estancia en Baeza de por medio. Se llamaba Pilar de Valderrama, pero en los poemas de Machado es Guiomar. También poeta, Valderrama, de 39 años en 1928, se presentó en Segovia (última plaza como profesor de Machado) hacia el mes de junio, sin previo aviso, para conocer al fin al autor de los versos que tanto amaba, y que sabía de memoria. Mujer culta, acomodada, católica y sentimental, acudió a Machado justo después de un episodio conyugal del que no se repararía nunca (el suicidio de una amante de su marido, relación que sólo descubrió entonces). Huyó a Machado, podría decirse. Éste quedó atónito al verla, como un crío ante una aparición. Y así sería durante los ocho años siguientes, atrapado el escritor en el anhelo por una mujer con quien se escribía de continuo y se citaba cada sábado, clandestinamente, en una taberna de Madrid –él volvía de Segovia todos los miércoles–, pero que sólo quería una relación exactamente platónica; intercambiar con su poeta fantasías e inquietudes líricas, y que él la llamara mi diosa, pero jamás nada cercano a lo erótico.

Hemos dicho que la poesía de Machado se parece a la palabra consuelo. También se parece a la palabra anhelo. Ese caminar continuo de su vida y de su obra, ese pasear de la ciudad provinciana al campo

Así fue hasta que Valderrama huyó con su familia a Portugal al inicio de la guerra civil. Machado jamás desfalleció; con una tenacidad, un desvalimiento, una humillación ora conmovedoras, ora penosas, siempre prefirió tenerla de esa manera fantasmagórica, arrodillándose en verso y prosa ante sus muros de continuo, a no tenerla en absoluto. Estaban, en cierta forma, condenados a encontrarse. A no encontrarse, queremos decir. Valderrama solía hablar de lo que ella llamaba el tercer mundo: no lo que ahora conocemos por tal, sino una dimensión inaprehensible “entre el sueño y la vigilia” donde lo posible fuera posible. Donde poder escapar mentalmente de una vida que no soportaba, por ejemplo, pero a la que debía presunta fidelidad. Donde poder encontrarse con el poeta tutor de su corazón, por ejemplo, sin la “mancha” (sic) impura que el amor y el sexo y sus destrozos van causando sin remedio: no le interesaba como hombre, sino como refugio sublime.

Muchas veces, al bajar del tren en la Estación del Norte, Machado iba a pie hasta la linde del Parque del Oeste, desde donde podía atisbarse el balcón de su espectro inalcanzable.

Como todos los amores, al cabo:

Todo amor es fantasía;
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía,
inventa el amante y, más,
la amada.
[Pero] No prueba nada
contra el amor que la amada
no haya existido jamás.

No: no desmiente al amor, no lo hace menos real (pues ¿qué es real, al cabo?), que sea una fantasía; que invente, como un fantasma, a quien se ama.  

Y no nos equivocaremos, seguramente, al aventurar que todavía pensaría en ella en sus últimos días, agonizando al otro lado de la frontera con Francia, en el hotel Bougnol-Quintana de Collioure; donde murió el 22 de febrero de 1939, a los 63 años, perdida la guerra para la causa republicana tras un caminar horrendo hacia el exilio. Matea, la mujer de su hermano José Machado, contaría luego: “Estuvo cuatro días muy agitado. Se veía morir. A veces se le oía decir: ¡Adiós, madre, adiós, madre!, pero mamá Ana, que estaba bien cerquita en otra cama, no le oía porque estaba sumida en un coma profundo”.

...¿No le oía? Cómo podemos saberlo. Quién puede saberlo: Hoy es siempre todavía. Siempre, hoy, es todavía. Y a toda pena sobrevive, invencible, “una ilusión cándida y vieja”:

En el ambiente de la tarde flota
ese aroma de ausencia
que dice al alma luminosa: nunca,
y al corazón: espera...

 

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Las referencias biográficas de este artículo proceden íntegramente del volumen de Ian Gibson ‘Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado’ (Ed. Aguilar).


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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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5 comentario(s)

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  1. El autor

    Gracias a los dos :)

    Hace 5 años 1 mes

  2. pepa

    Después: "en amor el olvido pone la sal". (Siempre un placer leer a Miguel Angel. Gracias).

    Hace 6 años

  3. Ernesto

    Hacia mucho que no leía nada escrito con tanta sensibilidad.

    Hace 6 años

  4. pepa

    O un refugio sublime.

    Hace 6 años

  5. pepa

    Consuelo: "te quiero para olvidarte". Anhelo: "para quererte te olvido". Y al revés. Y aún cuando amor sea fantasía.

    Hace 6 años

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