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Rancapino y los payos rubios

Hay muchos tipos de oles y de jaleos. Los de aquella noche en el Berlín no escondían una admiración solo musical, había sobre todo una celebración de una historia, de lo que hubo, de lo que está y de lo que no estará

Esteban Ordóñez 6/02/2018

<p>Rancapino, durante su actuación en el Café Berlín </p>

Rancapino, durante su actuación en el Café Berlín 

Toni Juliá

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Iba Rancapino al Café Berlín. El Berlín, para quien no lo conozca, es una sala de conciertos íntima y con una decoración y una luz y unas mesas que recuerdan a cuando las mujeres bebían mucho Bitter Kas. En la puerta, el 27 de enero, se extendía una cola larga con mucho payo. Para el aficionado que viene de provincias no flamencas, sorprende la diversidad de públicos de Madrid. En algunos lugares de España, los conciertos del género se reducen a estrellas con un pie (o totalmente revolcadas) dentro de la cultura de masas, y cuando no es así, cuando se toca flamenco de cobre, solo los gitanos levantan glorietas de caracolas en la puerta del local para calentar la acera. En Madrid cambia la cosa. En los bares de música alternativa o de canción de autor suenan unos tangos en el hilo musical y los parroquianos no miran los altavoces como pidiéndoles explicaciones. Se respeta, se siente como cualquier otro producto cultural digno de consideración. Espacios como el Berlín, que programan distintos géneros, acaban creando mixtura y cruzando culturas.

Alonso Núñez Núñez Rancapino es un plato de potaje, un voltio de mimbre. Nació en Chiclana (Cádiz) en 1945, tiene una discografía breve, pero ha recorrido el mundo cantando. En Japón no comen potaje, pero sí han consumido Rancapino hasta el delirio. Los nipones lo aman. Lo del apodo lo ha explicado muchas veces; la historia cobra matices al verlo salir al escenario. Fue por un gitano de su tierra, que lo observaba corriendo desnudo, con la piel de cuero vuelto y le hacía gracia y le decía que parecía un pino quemado.

 

Rancapino, durante su actuación en el Café Berlín / Toni Juliá

Rancapino, durante su actuación en el Café Berlín / Toni Juliá

El maestro apareció con un traje bien puesto y una corbata gruesa roja, brillante y con lunares, pero sonreía como si todavía zanqueara sin ropa por las calles de su barrio. Salieron tres Rancapinos al escenario. Por el efecto espejo de las dos columnas que circundan las tablas, había un Rancapino de costado, otro de espaldas y otro de frente. Empezó a voz pelada, por martinete caracolero: “A aquel que le pareciera, que mis duquelas no eran na”. La voz como una palada de grava, densa, pegada al suelo, salía de las tres figuras. Recordaba a la última Fernanda de Utrera en la forma con que se agotaba en los melismas. Los años deterioran la voz, no es ningún secreto; eso reduce los matices, pero deja visible la raspa del cante, entonces no caben los engaños: se ve si detrás del artista había o no conocimiento.

Por alegrías, Rancapino canta con la barbilla empujada, los ojos cerrados y lentamente, que, como él siempre ha dicho, es lo difícil. “Que mi cariño tunante, que mi cariño truhan. Cuando te vengas conmigo, ay, que adónde te voy a llevar”. Sus dos manos marcaban el compás como si guiaran el carro de una vieja máquina de escribir: lo llevaba a un lado y lo recogía de un golpe, devolviéndolo al origen.

Cantó por soleá, y al final, cuando se tensaron los tercios, Rancapino buscó a ciegas el micrófono para sujetarlo (o para sujetarse) y no atinó, pero no quiso abrir los ojos: siguió tanteando el espacio hasta que dio con el pie y lo apresó, temblando, como si fuera un animal pugnando por escapar. Cantaba como si las consonantes no importaran demasiado, a fin de cuentas, es él quien dice que el flamenco no se aprende en la academia, que “se canta con faltas de ortografía”. Por bulerías, el chiclanero, emulando al Pedro Rojas de César Vallejo, escribió en el aire con su dedo grande (con su lengua grande): “¡Viban los cayos reales!”.

Rancapino, durante su actuación en el Café Berlín / Toni Juliá

Rancapino, durante su actuación en el Café Berlín / Toni Juliá

Hay muchos tipos de oles y de jaleos. Los de aquella noche en el Berlín no escondían una admiración solo musical, había sobre todo una celebración de una historia, de lo que hubo, de lo que está y de lo que no estará. Eran oles de cariño más que de sobrecogimiento. Rancapino ha vivido la época en que se cantaba para matar la tenia del hambre; cantaba, pero también imitaba a los marranos de pequeñito para hacer gracia y que le echaran unos duros. Él y Camarón eran parientes y, más aún, compadres. En una vieja entrevista en TVE, relató un episodio de infancia antes de confesar que no quería contar más, que hablar del pasado le ponía triste, que reírse así, mirando atrás, le daba pena. En la Feria de Sevilla lo contrataron a él y a Camarón en una caseta. De camino al bolo se encontraron con un montón de “niñas gitanitas cantando y bailando”, y ellos se fueron detrás, también cantando y bailando. “Aparecimos en la caseta a las 4.30 o 5 de la mañana. Salió un gachó muy grande con un bigote y le dice a Camarón: Camarón, no te doy una hostia porque eres muy pequeño, y de aquí te vas. Y yo le dije, mire usted, si se va mi primo, yo también. Y me dijo: ¿tú? tú no tendrías que haber venido”.

No le gusta mirar atrás, pero en el Berlín lo hizo. Fue un momento, un girarse rápido: “Me decía Chano: Rancapino, que eres el Robert Redford de África”, y se rió con risa gastada. Esa frase la ha contado mucho, es una de esas a las que a los periodistas nos gusta agarrarnos para hacer épica o meter salero, igual que las sardinas de Carmen Amaya o el sabor a sangre de La Piriñaca. Se rió. Fue una risa dulce y nostálgica, no humorística. A los flamencos, más que cantar, les gusta reírse y gastarse bromas. Es un humor que se evapora con el tiempo y deja muy a la vista la esencia de la amistad, dura como roca de pedernal.

Lo de Rancapino es una pureza muy densa: un cante de gusto adquirido como el salazón o el roquefort. Había dos chicas rubias que dudaban y que, al contraste con la voz del maestro, se pusieron más rubias todavía y más blancas y acabaron pareciéndose a esas fotos quemadas en que a los retratados les desaparece la nariz. Se marcharon a mitad de espectáculo, y suponemos que no recuperaron el sentido del olfato hasta que llegaron a algún bar de Malasaña. Los que nos quedamos salimos de allí con un perfume de bahía y tercios de cerveza.

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Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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2 comentario(s)

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  1. Antonia

    Lo de las rubias que no saben apreciar el flamenco me ha dejado de piedra, más en un medio como éste. Artículo elitista donde los haya. Y Rancapino, le informo, nació en Sanlúcar, pero es de El Puerto.

    Hace 6 años 1 mes

  2. Fran

    Que curioso que en Madrid vive la élite cultural que sabe apreciar el flamenco y en el resto de España nos vale cualquier sucedáneo barato y "revolcado" en el lodazal. Después bajan a Andalucía, se pasean por el Albaicín o la Judería, se comen un flamenquín y ven un espectáculo en una cueva o un bar y piensan que han vivido el auténtico flamenco .

    Hace 6 años 1 mes

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