CUENTOS REPUBLICANOS
Un vaso de vino
Magda Bandera 27/12/2016
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No sé por qué me dijo que era republicano en nuestra primera cita, al tercer o cuarto vaso de vino. Quizá fue porque me sorprendió leyendo las pegatinas de su chaqueta, aunque ahora no sabría precisar si decían “No a la ley de extranjería” o “Salvemos las ballenas”. En realidad, aquellos lemas no me interesaban demasiado, solo quería ganar tiempo.
Nuestro primer encuentro fue un accidente. Javier estaba en una manifestación y decidió telefonear a su amigo Mario para tomar una cerveza, pero su dedo resbaló hasta mí. Me rellamó. Lo había hecho un par de horas antes, porque quería entrevistarme para el diario. Durante aquella charla su tono fue bajo, tenía poco que ver con su euforia mientras creía estar hablando con Mario:
—¡¿Tú dónde andas?! ¡Qué mal que no hayas venido! Ha estado fenomenal, de veras. Estoy de subidón. Nos vemos dentro de media hora en El Desván para celebrarlo.
Cuando al fin se calló, pude aclararle que se había equivocado de número:
—No soy Mario. Soy Lola, acabas de hacerme una entrevista por teléfono.
—Hostia, perdona.
—No pasa nada. Me ha hecho mucha gracia lo de tu subidón. ¿Puede añadirme a la fiesta?
—Bueno…
—No te preocupes, es broma.
—No, ven, ven, en serio… Siempre es mejor ver la cara de los entrevistados.
Cuando se acabó el vino, Javier me dijo que le gustaba mi nombre, Dolores. Me temí lo peor y acerté. Era un viejo comunista de treinta años.
—¿Y cómo has aceptado trabajar un 14 de abril?
Mi ironía no pareció molestarle, porque pidió otra botella. Al principio me sorprendió que tomásemos tinto a secas. Pero no podía ser de otro modo, aquellas mesas de madera sin barnizar pedían vasos grandes, sorbos lentos.
—¿Los periodistas tenéis contrato?
Tampoco sé por qué le hice aquella pregunta tan abrupta. Tal vez fue para agradarle, porque estaba segura de que a partir de entonces empezaría a hablar sin descanso y yo podría aprovechar su entusiasmo para observarle a mi antojo. Y, sobre todo, evitaría que él siguiera con su interrogatorio telefónico.
Pronto volvió a pronunciar su palabra favorita. Según él, con una “república” las cosas serían de otro modo. La gente no viviría pendiente del horóscopo ni de Gran hermano.
—¿Y de Letizia? Recuerda que todas las mujeres soñamos alguna vez con ser princesas.
—Podemos seguir por ahí, pero estoy hablando de compromiso, de justicia social, de leyes laborales.
—¿No estarás insinuando que “república” y “precariedad” son conceptos contradictorios?
Debíamos volver cuanto antes a su república y a sus utopías
No contestó. Durante unos segundos Javier no dijo nada, se limitó a mirarme a los ojos y a bajar los suyos lentamente hasta mis hombros. Primero se fijó en uno y después en el otro. Sé que tomó mis medidas, sé que en aquel instante se midió conmigo. Acababa de entrevistarme, pero desconocía por completo quién era en realidad aquella ingeniera prodigio.
—¿Qué sabes tú de la República?
—Menos que tú —admití.
—No te culpo, se han encargado de que sepamos poco.
Estuve tentada de preguntarle quién creía que había conspirado para mantenernos en aquella ignorancia, pero sabía que el riesgo era grande, que si nuestras palabras se estrellaban con demasiada fuerza, las bocas que las estaban pronunciando se convertirían en enemigas y yo deseaba, desde el tercer o cuarto sorbo de vino, todo lo contrario.
No me di cuenta de que había sacado su libreta hasta que le vi dibujar un trébol de cuatro hojas.
—Necesitaréis mucha suerte para conseguirlo —le dije.
—¿Por qué suspiras? —preguntó él—. ¿También la necesitas tú?
Por un momento pensé que lo sabía todo, que la entrevista de antes había sido una farsa y la rellamada, un truco.
—No, Lola, no te equivoques. Has sido tú quien se ha “autoinvitado”.
Creo que fue entonces cuando cogí su bolígrafo y empecé a dibujar montañas en una servilleta. Pasaron varios minutos sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra. Cada uno concentrado en su papel. De vez en cuando una mirada escudriñadora, un radar silencioso. Duraban cinco segundos, los que yo podía resistir. Estoy segura de que él aprovechaba mis huidas para examinarme las orejas. Estaban ardiendo.
—¿Qué quieres te que cuente, Javier?
Él cogió la servilleta y repasó las cumbres varias veces. No se atrevió a cubrirlas de nieves.
—Píntale unas nubes —le pedí.
—¿Quieres que llueva?
—Sí.
Sabía que debíamos volver cuanto antes a su república y a sus utopías. A los poetas que soñaban versos libres y a las mujeres que decidieron dejar de ser musas para inventar sus propias estrofas. El vino estaba caliente.
—¿Por qué no me preguntaste por las obras del AVE?
—¿Las de la línea Málaga-Córdoba? ¿Crees que mi diario publicaría algo sobre esa chapuza? Ya sabes de qué pie cojea.
—Supongo que no, ¿pero por qué no me preguntaste tú?
—Dime tú qué quieres te pregunte exactamente.
Yo no elegí los silencios que poblaron mi infancia, la mezcla de miedo y resignación
Estoy segura de que aquella noche habríamos llegado al mismo lugar de todos modos. Si hubiéramos empezado hablando de cine, habría pensado en aquella famosa película francesa en la que un joven y flamante director de recursos humanos tiene que despedir a media plantilla, incluido su padre. O en aquella otra en la que los habitantes de una aldea de pescadores tenían que ingeniárselas para atraer a un médico. Era la condición para lograr que les instalasen una fábrica y así dejar de sobrevivir a base de ayudas estatales. Cuando les quitaron la posibilidad de pescar, también les arrebataron su autoestima.
—Se llama La gran seducción —le dije.
—Y lo que estás haciendo conmigo esta noche, ¿cómo se llama?
—No creo que tenga demasiadas opciones. A ti no te van las pijas.
Fue otro cebo desesperado para cambiar de tema, pero no se dejó atrapar.
—Cuándo supisteis que la tuneladora de las obras perforaba los acuíferos del Valle?
—Pronto, mucho antes que los vecinos.
—¿Y qué va a pasar ahora? El otro día me dijeron que los socialistas querían negociar contraprestaciones.
—Ya es tarde. Hoy me han dicho que el pueblo se ha quedado sin agua. Me han llamado justo después de que me entrevistaras.
—Estos jodidos socialistas…
—Son republicanos, ¿no? —intenté sonreír.
—No mezcles las cosas, Lola. Hay diferencias.
—Ese es vuestro problema, que siempre estáis buscándolas.
Llevábamos demasiado tiempo sin beber. Javier también se dio cuenta. Apartó los papeles y agarró los vasos. Los arrastró lentamente sobre la mesa sin dejar de mirarme. El suyo acabó junto a mi mano, el mío en la suya.
—Creo que los dos queremos exactamente lo mismo —dije al fin.
—¿Estás segura? —sonrió Javier y esta vez sus ojos bajaron hasta mi boca esperando mi respuesta.
—Sí.
—Mira que acabas de decir que las cosas no son blancas o negras —me retó.
—¿Y cómo son, tricolor?
Dejamos El Desván pasada la medianoche. Estaba segura de que a la mañana siguiente me sentiría culpable durante quince o veinte minutos por haberle mentido. Yo no quería lo mismo que él. Lo deseaban mis abuelos, pero yo no.
Yo no elegí mi nombre ni los silencios que poblaron mi infancia, aquellos suspiros que no lograba descifrar, la mezcla de miedo y resignación. Las renuncias de mis padres me convirtieron en lo que soy, la ingeniera prodigio entrevistada a cuatro columnas. Ni ellos ni yo pudimos adivinar la contrapartida. No quisimos saber el precio.
Quiero pensar que no tiene sentido darle más vueltas y convencerme del todo de que las cosas son así. Sé que lo conseguiré, todos lo hacen.
La pasión dura cuatro años. Por suerte, siempre se puede cambiar de amante. Y de presidente de la República
De momento, solo me preocupa cuánto tardará Javier en descubrir mi engaño, cuándo dejará de mentirse a sí mismo. Ya han pasado cinco meses desde aquella primera cita y el horóscopo dice que somos compatibles, pero me consta que las hormonas acabarán evaporándose. ¿Cuánto pueden durar? ¿Otros dos meses? ¿Un año? Cuando sea un recuerdo, deberemos decidir si queremos seguir intercambiando vasos de vino o si preferimos buscar nuevas botellas.
Los científicos aseguran que la pasión dura cuatro años. Por suerte, después de ese tiempo siempre se puede cambiar de amante. Y de presidente de la República.
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Este relato se publicó por primera vez en Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, una colección de ficciones breves publicada en 2006 por la editorial Martínez Roca y la fundación Domingo Malagón. La dirección y la edición del libro corrieron a cargo de las escritoras Lucía Etxebarria y Marta Sanz, respectivamente.
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Magda Bandera
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